miércoles, 29 de noviembre de 2017

Novicios del Monasterio de la Luz de Parchilena.

Entre 1563 y 1680 se han conservado en el Archivo de Protocolos de Moguer 19 testamentos de frailes que profesaron en el Monasterio de la luz de Parchilena que, de seguro, fueron algunos más, puesto que el mal estado de algunos legajos nos ha impedido su consulta. El testamento se hacía una vez concluido el año de noviciado y previa petición de renunciación, para lo que se requería la presencia de testigos y del vicario de Moguer, bajo una fórmula ritual semejante a la siguiente:
 
Claustro de la Procuración.
“Considerando la brevedad de esta vida y quan sujeta está a miserias, y que todo los que mundo da y puede dar es banidad y aflisión de espíritu, he determinado, habiéndolo mucho pensado y encomendado a Nuestro Señor Dios, para más bien servir a su Divina Magestad, dexar el siglo y entrarme por religioso en esta Santa Religión del Monasterio de Nuestra señora de la Luz de Parchilena.....”   (Fray Diego de Santa María, natural de Serpa, Portugal).

La renunciación al siglo suponía el abandono de los bienes y posesiones materiales, aunque los frailes podían conservar todos, o parte de ellos, y como toda manda, mantenían la titularidad hasta su muerte, lo que les permitía cambiar o anular todo o parte de los mismos. Desde un punto de vista más práctico, los testamentos constituían una necesidad para muchas familias puesto que la mayoría de estos bienes formaban parte de las legítimas paternas o maternas, y se hallaban por partir, o administrados por curadores o familiares, lo que impedía, de facto, disponer libremente de ellos. Es frecuente, por esta causa, que aparezcan al lado de la declaración de herederos, forzosa en todo codicilo, fórmulas de donación intervivos, o de dote a doncellas, casi siempre hermanas o familiares directos, además de las habituales fórmulas de disfrute de los bienes en vida por algún pariente, y cesión posterior a otro beneficiario, o la casa de Parchilena.

No todos los postulantes conseguían superar esta fase, en la que podrían permanecer varios años, aunque no era lo habitual. Una vez ingresado en el monasterio sabemos que debía seguir rígidamente la regla, pudiendo ser castigados por su inobservancia, y dedicarse al estudio y la meditación. Las mañanas se ocupaban con el  trabajo físico y la tarde con los trabajos intelectuales, ambos compaginados, en todo momento, con la liturgia de las horas y los ritos propios de los eremitarios.

Entre la información útil que proporcionan se encuentra la procedencia de 17 de estos novicios, muy variada y diversa, con localizaciones tanto próximas, en un radio de cuarenta kilómetros, como muy lejanas, y repartidas al cincuenta por ciento entre una y otra. En propiedad, solo uno de los novicios procede de un ámbito urbano, Sevilla, aunque, este hecho no es óbice para que reconozcamos el predominio de las ricas agrociudades de la época de la mayoría de ellos (58,8 %);  La Palma del Condado (3), Moguer (2), Sevilla, Carmona, San Juan del Puerto, Sanlúcar de Barrameda y Serpa (Portugal), o villas de cierta relevancia histórica como Berlanga o Villalba del Alcor. La presencia de un lucenero entre los postulantes, constituye un problema para nosotros como veremos posteriormente.

Procedencia y bienes testamentarios de los novicios que profesaron en Parchilena entre 1563 y 1580.

Fecha
Nombre
Procedencia
Bienes inmuebles reseñados
1563
Diego Hernández
Villalba Alcor
Casa y Bodega
15 fan. de tierra calma
1568
Alonso Sánchez
NC
Legítima de su padre
1573
Juan de Palma
Carmona
Casas en La Puebla, Osuna y Morón.
Olivar en Carmona
1574
Francisco de Valencia
Berlanga (Badajoz)
Un tercio de casa por partir
Un pedazo de viña en Berlanga
3,5 fan. y dos alm. De tierra calma indivisa con hermano.
1579
Alonso Quintero
San Juan del Puerto
Legítima de su madre
1580
Guillermo de Orche
Horche (Guadalajara)
Legítima de sus padres
1584
Lorenzo de los Reies
Alameda (Castilla)
Dos pedazos de viña y otro tierra calma
1587
Luis de Alfaro
Moguer
Legítima de su padre
1593
Pedro
Hinojos
Todos sus bienes
1594
Juan Saiz
Paredes (Castilla)
Todos sus bienes
1610
Diego de Santana
Moguer
Varios tributos en metálico impuestos sobre tierras.
1 fan. de pinar a sitio Cebollar.
Otro pedazo de pinar al sitio de Angorilla en que cabrán 5000 cepas
Una casa cerca de San Francisco.
4 fan. de habas naciendo
Una huerta arrendada que traspasa
1624
José del Castillo
La Palma del Condado
Media Huerta
1 millar de viña pago del Peçon
1624
Pedro de San Andrés
Sevilla
Renuncia a las legítimas
1626
Miguel de San Juan
NC
Renuncia a las legítimas
1630
Diego de Santa María
Serpa (Portugal)
Casa de su morada en Serpa.
1638
Fray Martín
La Palma del Condado
Una casa en calle de los “cabos” ¿?
Una casa calle de San Blas
1630
Francisco Hernández Perete
Lucena del Puerto
4 yeguas
Una casa suya propia
Una casa en calle Misericordia
1640
Juan de Sanlúcar
Sanlúcar de Barrameda
Una casa indivisa con sus hermanas
7000 reales en deudas con escrituras
1671
Jerónimo de San Miguel
La Palma del Condado
40 pies de olivos sitio del Cortijo
3000 cepas sitio del Macarrón
Una casa en la calle de la plaza

El resto de la información útil tiene que ver con los legados y con la condición social de los postulantes.

Solo tres de ellos dejan como heredera universal de sus bienes a la casa, y dos más comparten los bienes con familiares, aunque, de nuevo, esto no es óbice para que reconozcan querer disponer de algunos bienes de su legítima para profesar, como hace fray Diego de Sanlúcar, o reconocen que ya han dado:

“algunas cosas a esta santa casa e conbento de Nuestra Señora de la Luz en bienes muebles y dineros, y otras cosas que le di quando tomé el habito de esta religión, es mi boluntad que lo gose este dicho conbento y todo se lo remito e mando por vía de donasión....” (Fray Diego de Santa María)

El legado a familiares, casi siempre legítimas (parte de los bienes que el testador no puede disponer porque pertenecen a herederos forzosos, en este caso hijos), se liquida en progenitores, hermanos y tíos, bien renunciando a ellas, bien distribuyéndolas entre los deudos. De esta manera los bienes permanecen en las familias y pueden disponer de ellos, pero la mayoría no quedaban libres, porque se cargan con sufragios por los testadores, o mandas de obligado cumplimiento, revirtiendo ambos beneficios en la comunidad jerónima. Así, fray Martín de la Palma otorga en su ciudad natal dos casas a su tío Antón Domínguez, que lo crio y dio estudios, pero le ordena pagar el funeral y un sufragio de 40 misas por su madre; o fray Pedro de Hinojos, que tras declarar herederos universales a Manuel Martín, su hermano, y a Juana Hoyos, su prima, carga los bienes recibidos con 18 reales de tributo anual por una vigilia y misa cantada por sus padres, abuelos, y parientes, puestos en cada un año por Santa María de Septiembre en el Monasterio. Por vía de donación fray Francisco de Valencia ordena la entrega por sus herederos de 200 reales para hacer una corona de plata a Nuestra Señora de la Luz, o Fray Miguel de San Juan, que les ordena la entrega de 300 reales “que prometió en una enfermedad que tuvo, los quales quiere que se destribuyan en cosas tocantes al culto divino” entre otros. Y podríamos continuar con otros ejemplos.

Entre estos testamentos son excepcionales, por infrecuentes, el del fray Lorenzo de los Reyes, que tras mandar bienes a un tío suyo, hace heredera universal de todos los bienes restantes a María Díaz, hija de Catalina Díaz o López, naturales de la aldea del Villar en Aracena, con la que no especifica relación, y manda 20 ducados de caudal a la madre, si fuese viuda, lo que nos hace sospechar del parentesco de filiación. Más raro es el testamento del portugués fray Diego de Santa María que declara un hijo en Lima (en realidad tenía dos), del que entiende que “está aprovechado de algunos bienes temporales” que algún día podrá disponer de ellos, por lo que manda por vía de donación la mitad de ellos a Parchilena y la otra mitad en depósito de misas y obras pías por su Alma.

En lo que respecta al estatus social de los novicios, las legítimas que se manifiestan en la mayoría de ellos no expresan la totalidad de los bienes heredados, porque uno de los progenitores está vivo, o simplemente transfieren todos los bienes y no los especifican. Estos hechos podrían inducirnos a error en su valoración global o más grave aún, ocultar los de las clases más humildes, que no aparecen relacionados porque realmente eran irrelevantes y el testamento era obligado a la renuncia de los bienes temporales. En los doce testamentos que sí es posible determinar estos bienes, por alguna circunstancia, muerte de ambos progenitores, herencia anticipada o disposición de ellos, la situación social predominante es la de pequeños propietarios no muy holgados, y cierto carácter rentista, probablemente derivado de su entrada en religión, que les impedía administrar directamente sus bienes.

Los bienes reseñados en los testamentos no son muy relevantes y permiten clasificarlos mayoritariamente en el perfil de los pequeños labradores y perentrines, propietarios de casas, pequeñas hazas de viña y olivar, y algunas huertas. Entre ellos, tal vez debamos destacar a carmonense Juan de Palma que declara “las casas” que fueron de su abuelo en Osuna, Morón y la Puebla (entendemos de Cazalla), y un olivar, o al moguereño Diego de Santana, que dona al monasterio varios tributos en metálico, una fanega de pinar en el Cebollar, otro pinar al sitio de la Algorilla en que caben 5000 cepas, una casa en Moguer en la calle del convento de San Francisco, cuatro fanegas de habas y un huerto, este último alquilado y  traspasado por un tributo de 10 ducados anuales. En el extremo contrario, Fray José del Castillo solo declara medio millar de viña y una huerta, aunque en paralelo ordena numerosas mandas en su testamento cuyo coste superaba el valor de estos bienes.

Solo tres propietarios parece que derivan capitales de otras procedencias. El Sanluqueño fray Juan, sin especificar los bienes muebles y semoviente que posee, y declarando una casa indivisa con sus hermanas, manifiesta 7000 reales de donación en metálico que dice que provienen de “cuentas y tratos” de su padre con vecinos de Sanlúcar y Sevilla. Obviamente, estos tratos solo pueden ser comerciales. El lucenero Francisco Hernández Perete reseña dos casas y cuatro yeguas en su primer testamento, que alquila para las trillas, mientras que fray Martín de la Palma recoge sólo la propiedad de dos casas, una de las cuales ofrece en opción de compra al licenciado don Gabriel, “por lo mucho que ha hecho en componer los negocios de mi padre”.

Del resto de la información de los testamentos solo podemos añadir que algunos de ellos eran familiares de otros frailes. Es el caso de fray Lorenzo de los Reyes, sobrino de Fray Juan de la Alameda (+1602), profeso en la Luz, con 48 años de hábito, cuatro veces prior de esta casa, que realizó una gran labor espiritual y material reedificando uno de los molinos del Tinto, levantó los pilares de la cañería de abastecimiento de aguas desde una larga distancia, pintó el retablo del Altar Mayor e hizo dos imágenes de escultura de san Jerónimo y la Asunción, que están incluidos en él (Padre Sigüenza, 1595-1605, pág. 658) y aparecen en el inventario de la exclaustración. El segundo es Diego Hernández, sobrino de fray Juan de Santa María, propietario de los bienes que acaba legando el novicio, que recibió primero su padre, para su disfrute, y después él, con sus cargas y condenaciones, y probablemente para profesar. No obstante, la falta de informaciones de los primeros años, tal vez oculte más parentescos, puesto que sospechosamente tenemos constancia, por otras fuentes, de un fraile de Berlanga llamado Jerónimo de Santa Ana, como Francisco de Valencia, y otros de la Palma o Villalba.

Claustro Grande.
La información de estos novicios no se agota aquí. Conocida la procedencia y, a veces, el nombre con el que profesaron, no nos ha costado muncho localizarlos en la obra del padre Sigüenza.

El novicio Fray Pedro (+1631), natural de Hinojos,  profesó en 1592 con el nombre de Fray Pedro de Santa María, un año antes de tomar los hábitos. Sirvió a la comunidad por 39 años y fue oficial de barbero muy diestro, además de manejarse bien en el horno y en la bodega. Aunque era lego, alcanzó el grado de procurador mayor, y entre sus virtudes, el padre Sigüenza, manifiesta la de la paciencia con los criados:

“dábales lo que avían meneseter, y era de estilo para su sustento, y mal contentadizos, se descomponían en su presencia, perdiéndole el respeto con descortesías y enfados, arrojando en el suelo lo que él les daba, y aunque veía tal descaro y atrevimiento, no hablaba palabra contra ellos, abrazándose con el sufrimiento y silencio, volvíase a Dios, y a su Madre Santísima, a quién las encomendaba y afsí se vencía y los vencía......” (ibídem, 641)

Fray Diego de Santa María (1644), lego natural de Serpa, tomó el hábito a la edad de 60 años, viudo y con dos hijos, que fueron también religiosos, uno Jerónimo, fray Manuel de San Jerónimo, y otro Jesuita, este último, probablemente el indiano porque el primero hizo carrera en el monasterio de Salamanca. Dice de él el padre Sigüenza que hacia muchas penitencias y castigaba su cuerpo “como si fuera mozo” hasta hacer sangre, y practicaba la abstinencia no comiendo nunca carne. Había sido criado del duque de Bejar y “tirador de vuelo”, es decir, cazador, y aunque esta cualidad la silencia el padre Sigüenza, practicó su afición en la Parchilena, legando a la comunidad su escopeta de caza y su perro perdiguero, para que se  sirviesen de ellos. Se preciaba de ser pobre, remendando su propio vestuario con “cañizos de las secretas”.

Fue trasladado por los achaques de su edad a San Jerónimo de Sevilla, pero su añoranza le hizo retornar, muriendo a los 75 años de edad, con 15 de hábito y sin saber leer, ni haber leído nunca.

Juan de Palma profesó con el nombre de Fray Juan Bautista de Carmona. Es descrito como varón de gran silencio y recogimiento, dotado de gran prudencia y virtudes que lo elevaron a maestro de novicios. Hacía penitencias, ayunos, disciplinas y silicios que procuraba ocultar para que no lo siguieran sus discípulos. Vivió 40 años en Parchilena, estando presente aún en 1614 en una de las escrituras, ocupando el cargo de Vicario.

Fray Pedro de San José (+1642), natural de Sevilla, profesó en 1624, aunque en la escritura de testamento aparece por error como Fray Pedro de San Andrés. Ejerció de enfermero y era conocido como Pedro Pobre, por su virtud; vestía siempre sayuela, y dormía sobre una piel curtida sobre el suelo con una manta y un madero por almohada. También dormía sobre romero y ramas cuando iba a la granja, situada a tres leguas en los baldíos (¿Huerta de Moriana?).

Ayunaba pan y agua en Adviento y Cuaresma, tres días por semana, y todas las vísperas de Nuestra Señora y Apóstoles, y “en otros días de ayuno solo comía yerbas y potajes, sin otro manjar, salvo que alguna vez por gran regalo comía un pedazo de pan frito. Jamás comía vino.”

Pasaba muchas horas de oración en celda y coro, y excusaba cualquier familiaridad con seglares, pero era conocida su caridad con criados y enfermos, a los que regalaba dulces, cuando salía del Monasterio, y curas. No se le vio nunca cosa alguna que oliese a lascivia y “se tuvo por cierto fue virgen”.

Ejerció cargos económicos y por ello fue enviado a la costa para la provisión de pescado; volvió dolorido y lleno de achaques, renunciando al voto activo y pasivo, y murió en su celda de dolor de costado.

El Lucenero Francisco Hernández Perete, único novicio local conocido (a expensas de lo que pueda proporcionar la investigación sobre el prior fray Juan de Lucena) hizo su testamento en 1630, cuando ya tenía cierta edad. Podría tratarse del mismo individuo que requiere la presencia de la justicia por una pelea conyugal en 1571, casado entonces con Águeda Suárez, al que hemos dedicado una de las entradas de este mes.

No obstante, habría tenido una vida muy longeva, puesto que elabora dos testamentos más en 1646 y 1647, y entre ambas fechas extremas distan 76 años. Suponiendo que se hubiese casado entre los veinte y los dieciseis años, podría haber alcanzado los 96  años de edad, y la verdad es que coinciden el nombre y la casa de residencia, aunque también podría tratarse de un hijo que no tenemos referenciado, e incluso alguno de los hijos de su mujer, que aparecen citados en la escritura a que hemos hecho referencia. No cabe la posibilidad de que los testadores sean distintas personas (familiares) porque los codicilos reseñan los mismos bienes.

Profesó seguro en la fecha de referencia y ordenó ser enterrado en Parchilena, con el resto de sus hermanos, pero en 1646 cambia el testamento y pide enterrarse en la Iglesia de Lucena, hace heredera a su alma, y no hace ninguna alusión a la Luz, lo que resulta muy extraño para un fraile que no se aparta del claustro. El tercer testamento realiza aún más mandas en dineros, pero prácticamente deja invariable las cláusulas de los anteriores, y sigue sin citar al Monasterio. ¿Abandono el monasterio el fraile Perete?, o, simplemente, ¿decidió enterrarse en Lucena?. Eso, por ahora, no lo sabremos.




sábado, 18 de noviembre de 2017

La elegancia de José Regidor

No suelo manejar documentación muy próxima en el tiempo, que se encuentra muy alejada de los ámbitos que habitualmente investigo, aunque la participación reciente en un trabajo de divulgación me ha permitido alcanzar la alcaldía de Pepe Regidor, donde algunas cosas me llamaron poderosamente la atención.

José Regidor Márquez Alcalde de Lucena del
 Puerto entre 1976 y 1987.
Corría el año 1980, apenas transcurrido un año de la elección del primer Ayuntamiento democrático, en una sociedad que vivía sobresaltada por los atentados, la Autonomía Andaluza y, después, por el golpe de Estado. Los luceneros, no obstante, se encontraban más inmersos en el desarrollo de sus cultivos de fresones y el consistorio había denegado la acometida de aguas a la nueva cooperativa Costa de Huelva por los problemas de abastecimiento. El municipio comenzaba ya a tomar conciencia de las carencias de la sociedad moderna y reclamaba un plan anual de inversiones a la Diputación de Huelva de 51.000.000 de pesetas, a todas luces desproporcionado, y muy alejado de las inversiones reales que se llevaban a cabo, y que incluía la mejora del abastecimiento de aguas, la prolongación de los colectores de saneamiento, pavimentación de calles, alumbrado público e instalaciones deportivas. Faltaba de todo y mucho, como alguna vez oí de voz del propio Alcalde.
Y entre estas necesidades, se encontraba una ambulancia. Lucena no poseía un servicio propio y utilizaba la de Bonares, lo que ocasionaba las consiguientes quejas y  reclamaciones de los vecinos de la localidad hermana, que a veces, no podían utilizar su propio servicio que se hallaba ocupado por los luceneros. El asunto llegó al Pleno y la sesión de 31 de octubre de 1980 se da cuenta de un escrito dirigido al Alcalde, procedente del consistorio bonariego, pidiendo “se abstenga de solicitar los servicios de ambulancia para los enfermos y lesionados de esta localidad”.
            La reacción no se hizo esperar. La siguiente sesión, celebrada el 14 de noviembre, en menos de quince días, informa de la creación de una suscripción popular que elevará una propuesta a la corporación para su adquisición. Y la propuesta llegó en menos de quince días, puesto que la sesión de 29 de noviembre del mismo año, informa del siguiente acuerdo:

“se acuerda por unanimidad dirigir escrito al Ayuntamiento de Bonares para que, por su conducto, se haga saber a aquel vecindario el ofrecimiento de esta Corporación del servicio de ambulancia que acaba de ponerse en funcionamiento, a la vez que se agradece expresamente la utilización, por este vecindario, del mismo servicio de ambulancia de aquel Ayuntamiento en las veces que hubo necesidad de ello”.

La ambulancia se mantuvo en servicio durante años, hasta la apertura del Centro de Salud de San Juan del Puerto, conducida por los queridos Policías Locales  Francisco Guerrero y Agustín Macías, en servicios de 24 horas de guardia ininterrumpida. Después paso a otros departamentos municipales. 


sábado, 11 de noviembre de 2017

La cláusula testamentaria de la monja Marina Francisca.

El 4 de Junio de 1571 compareció ante el escribano público de Lucena Juan Martín Mercader, albacea testamentario de la Monja Marina Francisca para manifestar una última voluntad. Por el inventario Post morten de 3 de julio de 1570, debió morir unos días antes, sabemos que fue mujer de Antón Suárez, por lo que debió profesar en algún convento cercano tras enviudar y no registra hijos, ni se mencionan en el inventario. Los albaceas son viejos conocidos nuestros, tratantes de carbón y de todo género de mercaduría, de los más importantes del pueblo.

No poseemos el testamento, porque con toda seguridad no murió en el pueblo. Por los bienes reseñados en inventario, su hacienda se consumía en media casa, 4500 cepas de viña y frutales en dos pagos, y un trozo de eriazo, además de la dote habitual de enseres de casa, ropa y algunos paños. Dejó por heredera de estos bienes a su alma y a “obras pías”, y fueron vendidos en pública almoneda a partir de 1571, ya que poseemos el testimonio de la venta de la casa que alcanzó el precio de 50 ducados y fue adquirida por Cristóbal Pérez.
Concluidas estas diligencias de manera consecutiva, quedó por ejecutar la cláusula de última voluntad aludida por la que se manda:

“.... dar quarenta ducados para resgate de dos cabtibos y estos que fuesen naturales o parientes o bezinos más sercanos”.

En la referida escritura los albaceas manifiestan que los van “procurando y buscando” y ahora, por el momento de la escritura, han aparecido dos hombres de Huelva llamados Diego Díaz y Miguel Pérez, cautivos en Tetuán y Marruecos respectivamente, pobres y sin posibilidad de rescate. Como depositarios y tenedores del dinero entregan los veinte ducados a los representantes o familiares de cada uno de ellos, Alonso Rengel y Diego Ramírez, también vecinos de Huelva, tal vez intermediarios, con las habituales prevenciones:

“con tal condiçión que a la persona que los diere, el día del entrego, lo de contento. Si los susodichos no salieren, o no viniere a efeto, bolverán los dichos quarenta ducados dentro de (un mes, dos meses, Tachado) primeros siguientes, que se contarán desde el día de la data en adelante, para sacar y resgatar a otros dos cabtibos según como se contiene en la dicha cláusula de testamento, y promete debajo destas condiçiones, dar los dichos quarenta ducados a la persona o personas que con derechos los uviere de aver para el dicho resgate, puestos y pagados en este dicho lugar de Lucena a su costa y minsión, so pena del doblo”


viernes, 3 de noviembre de 2017

El "espantoso y formidable" terremoto de Lisboa de 1755.

Así califica el párroco de Lucena al terremoto acaecido el primero de Noviembre de 1755, denominado de Lisboa por las enormes secuelas que dejó en la capital portuguesa, desolada por el maremoto e incendiada por las velas de sus habitantes.
Desde hace mucho, más de 30 años, poseíamos las referencias bibliográficas y la información local disponible, pero la publicación en red por el Instituto Geográfico Nacional  de una recopilación de sus efectos, nos han proporcionado  los informes originales (Martínez Solares, J.M. (2001): Los efectos del Terremoto de Lisboa. 1 de noviembre de 1755. Madrid).
La relación de los efectos que en la villa de Niebla y los lugares de su jurisdicción ocasionó el terremoto mantiene que se inició a las 10 y duró entre quince minutos y media hora, se ofrecen los dos datos. En realidad, según la relación de Moguer, más exhaustiva, se inició a las 9,50, y tras una corta pausa se produjo un terrible ruido subterráneo acompañado de un fuerte temblor, que duró diez minutos, seguido del maremoto:

“.... una grande avenida tumultuaria de aguas saladas en su ría, extendiéndose extraordinariamente por las marismas contiguas a su situación. En los pozos también se observó, no obstante su elevación (de la ciudad), que repentinamente se llenaron de agua, y que traía esta su natural claridad y dulzura.”

Todo ello, debió vivirse también en Lucena, aunque la relación de la villa de Niebla es más parca en Información:

Luzena del P.o [= Lucena del Puerto]. En este lugar se experimentó dicho terremoto a la propia hora y con los mismos aparatos, habiendo dejado muy quebrantada la Iglesia parroquial, y cuarteada su torre, de forma que para celebrar el Santo Sacrificio de la misa se ha dispuesto por la parte de adentro de una de las puertas un altar, y toda la gente de el pueblo oye la misa de la parte afuera. Una sola ermita que tiene dicho pueblo, que se intitula la Misericordia, tiene caído todo el techo y una de las paredes principales amenazando ruina. Reconocidas las casas de que se compone este pueblo, se han condenado por Maestro de alarife hasta treinta y una, y todas las demás maltratadas y con puntales puestos para precaver la ruina que amenazan.”

Las cuentas de fábrica de la parroquia recogen la limpieza de la cabecera y el traslado y restauración del altar mayor (retablo de la Resurrección), pero no informan de tan deplorable estado. Y resulta cuento menos extraño porque la relación de Niebla se envía el 25 de noviembre y ya amenazaba ruina, pese a lo cual el posterior reconocimiento de dos maestros alarifes (albañiles) manifiesta que “no obstante, las adverturas que había cauzado y ruina que estaba a la vista, se podían hacer en dicha iglesia oficios divinos”, aunque era necesario hacer la naranja de la torre desde ventanas arriba, y otros reparos menores cuyo coste estimaban en 200 ducados. No estaban de acuerdo con ello los vecinos que se negaban a entrar en ella, reconociendo en el propio libro de cuentas que se celebraba misa en la Plaza.
El libro de actas y las cuentas de la ermita de la Misericordia recoge testimonios similares, aunque no coinciden con la relación de Niebla. Fue duramente afectada en una de las partes laterales (¿y trasera?), con caída del techo y una de las paredes de carga que precisamente sustentaba la torre, medio derruida en su parte superior y sin escalera, que quedó totalmente arrasada. En este caso, las cuentas informan que se construyó una especie de estribo o muro de carga para sustentar el techo y la torre, y no se realizaron inicialmente obras de calado. Pese a ello, se encargó un nuevo examen de la “ruina ocasionada” al Padre Fernando Marín, monje profeso en el monasterio de la Luz y maestro alarife examinado, para determinar la obra necesaria que “convenga al beneficio de dicho culto y decencia de dicha hermita” (cabildo de 1 de enero de 1757). Allí se trasladaron los enseres de la parroquia en junio de ese año por estar “serrada e inhabitable” la única de San Vicente.
Por consiguiente, las obras de la parroquia se iniciaron en 1757 por Juan Ramírez, y se suspendieron en marzo de este año, “por decir que no era segura, ni poder permanecer sobre los fundamentos que llevava”, manifestando que los muros exteriores no podrían soportar la carga ni el peso de la pared de la torre, que cargaba sobre el que daba a la plaza. Una nueva visita del Maestro Mayor de Fábrica del Arzobispado, Pedro de San Martín, ordenó secuestrar las cuartas partes el diezmo para las obras que se seguían, que en ese momento eran sólo la composición de las paredes de la capilla mayor y la bóveda.
Finalmente, en 1758, se decidió un nuevo planteamiento respetando sólo la capilla mayor, desde el arco toral, restaurando la armadura de la bóveda y la cubierta, y la sacristía, dado que el cuerpo de iglesia no podría resistir. La obra se encargó por carta de obligación a Mateo Alba en febrero de 1759 recogiendo la reedificación de la nave central desde cimientos y su acoplamiento a la capilla mayor, la edificación de una nueva torre, también desde cimientos, y la construcción de una nueva capilla bautismal. Estas ampliaciones hacia la calle de El Salvador dejaban excesivamente avanzada la portada primitiva, que se respetó, pero se abrió una nueva hacia la plaza cuyos restos permanecen aún bajo la cubierta de la  ampliación posterior. La obra se dio por terminada en 1760 con el remate de la nave central con el artesonado mudéjar, que aún conserva.
El monasterio de la Luz tampoco escapó a la ruina. La descripción de la citada relación es lo suficientemente expresivo al respecto:

El monasterio del Desierto, que tienen en término de esta villa los monjes Gerónimos, nombrado Nuestra Señora de la Luz, se vino al suelo en mayor parte, de modo que los religiosos se han visto precisados a levantar en la huerta una tienda de campaña, donde celebran los divinos oficios”

No nos consta en ninguna documentación tal ruina, pero tampoco tenemos razones para dudar de la veracidad de la misma.
En nuestro municipio no hubo que lamentar desgracias personales, “no ha sucedido desgracia alguna”, probablemente porque avisó con un temblor previo y la gente salió espantada a las calles. El efecto del maremoto también debió sentirse en la costa, por ejemplo uno de sus efectos fue el derribo de Torre la Higuera, y en la vega, con una fuerte crecida de aguas. De la misma manera se produjeron los efectos de la licuefacción y grietas sobre el terreno, que son descritas en las Arenas (la parte del sur) y el camino de Moguer:

”... En el camino de esta villa a la ciudad de Moguer se abrieron también varias bocas, que arrojaron mucha agua, y una arena negra que olió a azufre, y puesta en la llama de una bujía chispeaba”.

“En las arenas que distan de este lugar media legua se han visto diferentes bocas que arrojaron porción de agua dentro de las huertas que están en dicho sitio, dejándolas con porción de arena de color tostado fétidas y azufrosas”.


Hay quien sostiene que el terremoto cambió la vida de los onubenses. Mantienen que la moral se hizo más estricta y se cambiaron algunas pautas sociales, aunque no explican cuáles. En nuestro pueblo al terremoto siguió el mayor periodo de hambre de su historia entre 1758 y 1762, con sequías y lluvias torrenciales, que dejaron el pueblo “aniquilado”. Nada de esto tuvo que ver con el terremoto. 

jueves, 2 de noviembre de 2017

Y en 1855 llegó el cólera morbo.

Los luceneros ya conocían el cólera por la epidemia de 1833, pero su pasó por nuestra localidad fue benigno y no provocó los estragos de otras poblaciones. En 1855, sin embargo, la cosa cambio y por primera vez aparece en el Archivo Parroquial una lista de "individuos que se han muerto sin aberse hecho entierro" que vienen a confirmarnos la extrema rapidez de los sepultamientos y a gravedad de la enfermedad.

La amenaza no era nueva. Desde 1853 llegan avisos desde Cádiz, ciudad con la que se siguen manteniendo intensos contactos locales, y Ayamonte, que motivan las primeras medidas del Gobierno Civil y la Junta Provincial de Sanidad en locales y centros públicos. Este año se registra ya un caso de cólera aislado a finales del verano y se silencia la causa de muerte en diez defunciones que se convierten en muy sospechosas, aunque la llegada de los fríos otoñales alejó el peligro. Las prisas en la ejecución del nuevo cementerio municipal coinciden con la cronología de los contagios, admitiéndose ya en estas fechas que no es posible continuar los enterramientos en la parroquia o la Misericordia por falta de capacidad y por sanidad.
De nuevo en el verano de 1854 se proclama la enfermedad en Ayamonte y Huelva, y se sospecha de San Juan del Puerto, pero de nuevo se contuvo.
En junio de 1855  afecta ya a Lucena y se reconoce su existencia en Palos, Moguer, Villarrasa, Bonares, Almonte, Rociana, y Bollullos Par del Condado. De las setenta defunciones registradas ese año, 39 serán muertos de cólera reconocidos (otras muestran los síntomas y no lo están), pero la mayoría de los registrados son adultos y adolescentes, lo que nos hace sospechar en extremo de los datos globales.

Las defunciones presentan un perfil clásico del cólera, con una concentración en los meses cálidos, que se prolonga si se alarga el verano, y que se acaba con la llegada de los fríos otoñales. Sin embargo, estamos seguros que debieron ser más porque la población más afectada suele ser, precisamente, la infantil, especialmente los párvulos, y dentro de ellos el grupo de menores de 3 años, de los que debieron escapar muy pocos. Aplicando nuestros conocimientos actuales de la enfermedad, y teniendo en cuenta las condiciones de la época, estamos seguros, que el número de defunciones debió cuanto menos duplicarse, rondando con toda seguridad el centenar de individuos.
Las prisas por ocultar la enfermedad y evitar los terribles cordones sanitarios, que cortaban toda comunicación con la localidad y  colocaban guardas para impedir la entrada y salida de la población, motivaron la publicación en el Boletín Oficial de la Provincia de Huelva el siguiente anuncia de fecha 3 de agosto:

“733. Sanidad. Negociado número 3. Circular. Gracias a la divina misericordia, el cólera-morbo asiático ha desaparecido completamente de las poblaciones de Lucena del Puerto, Moguer y La Palma. En acción de gracias al Todopoderoso, según partes recibidos en este Gobierno, se ha cantado un Tedeum el día 22 del presente en las dos primeras, habiendo tenido en la última el mencionado acto religioso, en 24 del mismo. Lo que con la mayor satisfacción me apresuro a poner en conocimiento de los habitantes de esta provincia. Huelva 26 de junio de 1855. Juan Montemayor.”

Obviamente, aunque el anuncio es de Agosto, el tedeum de acción de gracias se realizó el mes de junio, precisamente cuando la enfermedad iniciaba el ataque y se producían las primeras muertes. Aunque en diciembre de 1855 el Gobernador Civil dio por extinguida la enfermedad en nuestra provincia, aún se contabilizaron en Lucena cuatro casos más en 1856 y otros cuatro en 1857, amén de las habituales defunciones sospechosas en los que no se reseña causa mortis y los habituales entierros precipitados. De nuevo, la mayoría de ellas, siguen siendo de adultos.
El periódico La época de 8 de julio de 1856, en su página 3, informará de la concesión por la Reina Isabel II de la Cruz de Comendador de Isabel la Católica a don José Martín, párroco de Lucena del Puerto, por “los servicios temporales y espirituales prestados durante la epidemia de cólera morbo que afligió a la Península los años de 1854 y 1855”. Desconocemos cuales fueron esto servicios.
Pendientes aún del estudio de la demografía de los últimos cuarenta años del siglo XIX, parece que el cólera nos visitó en dos ocasiones más. En el estudio de las causas de muerte de este siglo, el cólera ocupa el tercer lugar de las conocidas por detrás del tifus y el paludismo, ambas si bien no erradicadas en la segunda mitad del siglo XIX, muy disminuidas en virulencia, por lo que los dos accesos aún pendientes  tal vez eleven esta enfermedad al primer puesto.





miércoles, 1 de noviembre de 2017

Los autos de Perete y su mujer.

Ante mi sorpresa en algunos documentos, me decía un archivero amigo que en los archivos de protocolos cabe de todo. Y, efectivamente, se puede decir que casi de todo hemos encontrado. Pero el documento intitulado Autos de Perete y su mujer es sin duda uno de los más raros, puesto que desconocemos por qué está motivado y no tenemos certeza realmente de a que se refiere:
 
Mujer hablando con el Escribano
“En el lugar de Luçena, jurisdicción de la billa de Niebla y en beinte y seis días del mes de abril del año del señor de mill y quinientos y setenta y un años, ante el señor Juan Pabón, Alcalde Hordinario, y en presençia de mí, Alonso Hernández de la Coba, escribano público, y de los testigos infraescriptos, i estando en las casas de morada do bibe Águeda Suárez, mujer de Francisco Hernández Perete, vezino de la villa de San Juan (roto).....  Yo el dicho escribano fuy llamado para que diese por testimonio lo que biese y oyese, y ante mi pareció el dicho Francisco Hernández Perete (y) dijo delante del dicho señor Alcalde, y en presençia de mí, el dicho escribano público, como el pedía a su mujer Águeda Suárez para hazer vida maridable con ella, como tal marido y mujer, y que pedía al señor Alcalde se la mandase dar para este ifeto y bibir en serviçio de Dios/ Y es su boluntad dél, el que la dicha su mujer, esté y biba en el dicho lugar de Luçena con sus hijos, a su boluntad, por que el la bisitará y alimentará todo lo mejor que pudiere, como es obligado. Y la dicha su mujer dijo e respondió que todas las bezes que el dicho Francisco Hernández Perete, su marido, biniere al dicho lugar de Luçena, le limpiará y hará de comer, y todo buen tratamiento, como es obligada y como a su marido, con tal de que no salga de medida y haga lo que es obligado. Y ansi el dicho Pedro (sic) Hernández Perete pidió por testimonio para guarda y conserbaçión de su derecho, y rogaron a Gaspar de Ordaz lo firme por ellos, que fue testigo Alonso Domínguez y Hierro Viejo y Alonso Domínguez Botaya, vezinos del dicho lugar, e yo de su pedimiento lo di. Testigos los dichos y el señor Alcalde mando se diese al  dicho Pedro Hernández (sic) e hizo su hierro y señal”

El auto es una decisión jurídica o judicial que no precisa sentencia y que responde a la petición de alguna de las partes, en este caso, el marido. No tenemos constancia de denuncia, caso que la hubiera, pero parece obvio que lo que retrata el auto es una pelea conyugal, en la que el esposo se asegura el requerimiento por si la mujer se niega, de ahí que pida la intervención del Alcalde Ordinario y el escribano público. También parece obvio que el marido en alguna ocasión al menos se salió de “medida” y que no cumplía con sus obligaciones. Cada cual interprete estas palabras como quiera.
Por lo demás, esta es una de esas extrañas familias de las que casi no tenemos referencias documentales. No se casan, ni registran hijos en Lucena, no hacen testamentos y no aparecen en otra documentación. Un posible hijo de ambos, del mismo nombre que el titular del auto, citado como soltero, permanece activo entre finales de la década de los veinte y cincuenta del siglo XVII y llegó a profesar en la Luz. Pero esta es ya otra historia, que dejamos para mejor ocasión.