Las fuentes municipales de Lucena
del Puerto aluden insistentemente durante el siglo XVIII a la escasez de
tierra y a las elevadas rentas que se pagaban en los alquileres. A
los regidores municipales les cabía poca duda sobre la causa que motivaba ambas
cuestiones, la desorbitada cantidad de tierra que acumulaban las obras pías y
eclesiásticas, una cuestión que corroboran las estadísticas, y a la que se
sumaba la enorme cantidad de tierras baldías, 8.550 fanegas, el 66,7 por ciento
del término, en ápoca del Catastro de Ensenada.
No obstante, mientras que no existe
dudas sobre esta última cuestión, poseemos poca información sobre la primera,
por diversas cuestiones: el número de protocolos de alquiler es relativamente
bajo y solo afecta a grandes fincas, las pequeñas, recogidas a veces en las
deudas de los testamentos, no requerían de contratos, los protocolos son
difíciles de cuantificar e incluyen costumbres tradicionales que, por frecuentes
y sabidas, solo se citan, y la variada fórmula de contratos, pagos en especie y
usos agrarios, hacen difícil la cuantificación y el estudio.
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Plano de Manuel Pérez de Guzmán, de hacia primer tercio del siglo XX. |
Por otro lado, sabemos por el manejo
cotidiano de nuestras fuentes, que el volumen de tierra alquilada en Lucena, y
en los municipios limítrofes de Bonares o Niebla, era relativamente alto y de
estos alquileres vivían un número considerable de pequeños labradores y
pegujaleros por lo que su estudio no parece baladí.
El contrato que hemos analizado en
esta entrada es de 1634 y resulta interesante por tres cuestiones. Ilustra las
dificultades para el estudio de estas tierras, informa sobre la organización de
las tierras del monasterio de Parchilena y sirve a la verificación de las
dificultades agrarias y la esterilidad de los años 1635-36, hasta el punto de
que se revirtió el contrato con la total aprobación del prior de la casa. Estos
hechos y la riqueza descriptiva de su articulado nos sitúan ante un contrato
excepcional, para nada habitual entre los escuetos protocolos notariales, y
menos aún de la época estudiada, el siglo XVII, del que poseemos escasa
información de fuentes directas. Vayamos, pues, por partes.
El 18 de agosto de 1634 Sebastián
Rodríguez Blanco, Martín Álvarez, Antón Carrasco, Alonso Barrera, Alonso
Roldán, Juan de Lepe y Diego Ojuelos, todos ellos labradores, se obligan con el
arquero mayor, fray Juan de San Jerónimo, al alquiler de la dehesa de
Parchilena por dos años, los de 1635 y 1636, por precio de 250 fanegas de trigo
puro medido con la medida de Ávila (55,5 l de capacidad), a pagar por el día de
Santiago y Santa Ana. Este es el grueso del contrato, que, sin embargo, se
complica en el enunciado y las cláusulas.
La tierra (ver mapa), se encuentra
dividida en dos hojas separadas por el pilar. La hoja de arriba, del pilar
hasta la casa, está de barbecho en 1635 y no se puede sembrar, y la de abajo,
que incluye toda la vega, tiene las excepciones de la parcela de Guerrero y la
que está “linde de las tierras de la Misericordia y la isleta que está entre
los charcos de los molinos porque están arrendadas, y lo que de presente está
sembrado de cañamal al vado de Marisuárez, de una y otra parte de la azéquia
que se reserva para dicho convento”. Pero, además, en estas tierras están
118 fanegas de barbecho de “dos hierros”, es decir, de dos años de
descanso, y 99 de un hierro, que no entran en el trato, pero les venden a 8
reales cada fanega de un hierro y a 4 la de dos, que montan 1.340 reales que
han de pagar en la misma fecha, en un solo pago, con la primera paga del trigo. La
cláusula 11 recoge el diezmo, que es del monasterio y “lo han de pagar
dexandole en las eras para que el dicho convento lo recoja”.
El resto de las cláusulas del
contrato no son menos exigentes. La segunda de ellas establece que los
labradores podrán rastrojar, 100 fanegas el primer año, pero habrán de sembrar
50 fanegas de cebada para ellos, y otras 50 para el monasterio, que les dará la
simiente y el vallado, pero habrán de labrar ellos. Entre la cebada podrán
sembrar este año los cañamales que quisieren, con que no se salgan de la
tierra señalada, que ha de caer junto a la acequia de “Vaziatalegas”, de
modo que la cebada del monasterio quede en medio de ambos aprovechamientos este
primer año. El segundo año harán lo propio en la segunda hoja. La cláusula
sexta, asimismo, establece que el convento puede sembrar en los turnos de
barbecho de los labradores las semillas que hubiere menester, habas, yeros,
alverjones y garbanzos, y dos fanegas de centeno para el bálago (paja
de centeno que tiene diversos usos) junto al almendral.
La tercera cláusula incluye que los
labradores han de dar 21 carretadas de paja al monasterio, puestas en la era
donde se trilla, mientras que la novena los obliga a trillar con las yeguas del
convento, pagando el jornal a como estuviere en el lugar de Lucena, con el
objeto de que las propias de los labradores no coman la yerba de la dehesa,
aunque si algún labrador tiene las suyas las puede usar. La clausula décima
impide pastar cerca de las acequias, prados y tierras baldías de la dehesa “porque
el arrendamiento es solo para sembrar” y debe guardarse como dehesa
cerrada.
Por su parte el convento prestará 25
fanegas de trigo a cada labrador para sembrar (hacen 175) a devolver en la
cosecha del primer año, y dará los bueyes para la siembra, al precio que
corrieren dichos arrendamientos. Por si no fuera suficiente, para la roza, la
siega, el convento tiene dada la suya a destajo a una cuadrilla con la que ha
concertado pagar 350 reales en dinero, 1 arroba de aceite, 12 arrobas de vino y
300 libras de pan que se reducen a 3 fanegas de trigo, que todo viene a montar
406 reales, y han de pagar los labradores. La cláusula octava complementa esta
última, prohibiendo traer espigadores propios excepto uno por labrador.
El cuidado de la finca se recoge en los apartados quinto y séptimo, obligando a los labradores a estercolar las
tierras con los carreros del monasterio del estiércol del “tinadón”, o “mandándolle
al carnerero mude la red cada dos días”, y recogiendo expresamente la
limpieza de las acequias que en cada una de las dos hojas caen “de manera
que el agua no se detenga”. Y si no lo hacen, el monasterio lo pueda
ejecutar.
Finalmente, además de incluir los
usos “que se acostumbran a guardar en los semejantes arrendamientos”, hipotecan
la sementera hasta que el monasterio sea enteramente pagado, y se les arrienda sin
esterilidad alguna, sin que puedan alegar “como por mucha agua como por
falta della, o venida de ríos, o fuegos del cielo o de la tierra, o por otro
qualquiera cosa, aunque sea de los que suçeden de mil en mil años…”.
Los protocolos notariales siguientes
recogen los alquileres de bueyes de cuatro de los labradores, por barbecho y
sementera, a 9 ducados y por sementera a 5, y la escritura de préstamo de las
25 fanegas para la siembra en el mismo protocolo. En diciembre de 1634, Diego
Ojuelos traspasa 20 fanegas de las se barbecho de la parte baja de “Vaziatalegas”
para cosechar en 1636 a sus cuñados, porque dice no las puede sembrar todas, a
cambio veinte fanegas del alquiler.
Sin embargo, el año se torció. En
agosto de 1635, tres de los labradores “ya son difuntos” y los
otros cuatro manifiestan que, aunque sembraron la cosecha del Garbín bajo, no
cogieron trigo para sembrar “por haber sido estéril”. El contrato,
previo reconocimiento de deudas de al menos una de las viudas en julio, es
revocado para 1636 por el procurador y el prior del monasterio. En agosto,
finalmente, en dos protocolos hacen lo mismos con el resto de los labradores
supervivientes y las tres viudas.
La irregularidad de la cosecha del
año ya la advertimos en nuestra tesis doctoral, y aunque no poseemos precios
del trigo para este estos años, la libra de pan en la aldea se multiplicó por
cuatro y se vendió a 12 maravedíes, y la fanega de trigo alcanzó en 1637 la
cifra de 40 reales, el doble de 1635. En febrero de 1636 el tesorero del
consejo se apremiará raudo al reconocimiento de la deuda del salario de Nicolás
Ruiz, barbero del lugar, en dos pagos de 12 ducados cada uno en las dos semanas
siguientes más los 8 reales de costas, lo que no augura nada bueno.
La tercera cuestión, la organización
del monasterio es importante por la escasez de información que poseemos al
respecto para el siglo XVII. Las tierras se organizan de manera similar a las
descripciones que poseemos de la casa de finales del siglo XV y principios del
XVI. La vega y sus aledaños, lo que el contrato denomina la dehesa de
Parchilena, sigue manteniendo su dedicación principal cerealística alternando
el trigo y la cebada en las tierras de peor calidad. Las semillas se siguen
sembrando en los años alternos del barbecho, pero también el cáñamo en las
zonas bajas de los arroyos, que no nos consta que sembrasen los frailes. En las
zonas bajas y exteriores a esta dehesa, al este de la vega, más próximas al
pueblo y al puerto, el monasterio poseía numerosas suertes que eran las que se
arrendaban a los vecinos y que curiosamente se reservan para sí en esta
ocasión, probablemente por las acequias de los molinos, ya arruinados por el
aterramiento del Tinto. En la zona próxima al monasterio aparece el almendral
donde también se alternan cultivos de semillas, especialmente habas para el
ganado. El resto de las tierras no aparecen porque se reservan para los propios
frailes e incluyen la dehesa de a medias, el olivar, que ya debía ser
importante, y la viña para los que se destinan las tierras inmediatas a la casa
y el valle del arroyo de la Laguna del Rayo. Como no puede ser de otra manera,
son importantes las referencias al ganado, bueyes y yeguas, y al tinado (tinajón
en nuestras fuentes, cobertizo para el ganado), y al estercolado de la finca
que demuestran el cuidado que mantuvieron siempre los frailes.
Finalmente, las dificultades para
evaluar el contrato resultan obvias, pero que duda cabe que establecen un
elevado coste para los arrendadores que confirman para el siglo XVII las
afirmaciones de los regidores en el siglo siguiente.