jueves, 28 de marzo de 2024

El alquiler de la dehesa de Parchilena

 

Las fuentes municipales de Lucena del Puerto aluden insistentemente durante el siglo XVIII a la escasez de tierra y a las elevadas rentas que se pagaban en los alquileres. A los regidores municipales les cabía poca duda sobre la causa que motivaba ambas cuestiones, la desorbitada cantidad de tierra que acumulaban las obras pías y eclesiásticas, una cuestión que corroboran las estadísticas, y a la que se sumaba la enorme cantidad de tierras baldías, 8.550 fanegas, el 66,7 por ciento del término, en ápoca del Catastro de Ensenada.

No obstante, mientras que no existe dudas sobre esta última cuestión, poseemos poca información sobre la primera, por diversas cuestiones: el número de protocolos de alquiler es relativamente bajo y solo afecta a grandes fincas, las pequeñas, recogidas a veces en las deudas de los testamentos, no requerían de contratos, los protocolos son difíciles de cuantificar e incluyen costumbres tradicionales que, por frecuentes y sabidas, solo se citan, y la variada fórmula de contratos, pagos en especie y usos agrarios, hacen difícil la cuantificación y el estudio.

Plano de Manuel Pérez de Guzmán, 
de hacia primer tercio del siglo XX.

Por otro lado, sabemos por el manejo cotidiano de nuestras fuentes, que el volumen de tierra alquilada en Lucena, y en los municipios limítrofes de Bonares o Niebla, era relativamente alto y de estos alquileres vivían un número considerable de pequeños labradores y pegujaleros por lo que su estudio no parece baladí.

El contrato que hemos analizado en esta entrada es de 1634 y resulta interesante por tres cuestiones. Ilustra las dificultades para el estudio de estas tierras, informa sobre la organización de las tierras del monasterio de Parchilena y sirve a la verificación de las dificultades agrarias y la esterilidad de los años 1635-36, hasta el punto de que se revirtió el contrato con la total aprobación del prior de la casa. Estos hechos y la riqueza descriptiva de su articulado nos sitúan ante un contrato excepcional, para nada habitual entre los escuetos protocolos notariales, y menos aún de la época estudiada, el siglo XVII, del que poseemos escasa información de fuentes directas. Vayamos, pues, por partes.

El 18 de agosto de 1634 Sebastián Rodríguez Blanco, Martín Álvarez, Antón Carrasco, Alonso Barrera, Alonso Roldán, Juan de Lepe y Diego Ojuelos, todos ellos labradores, se obligan con el arquero mayor, fray Juan de San Jerónimo, al alquiler de la dehesa de Parchilena por dos años, los de 1635 y 1636, por precio de 250 fanegas de trigo puro medido con la medida de Ávila (55,5 l de capacidad), a pagar por el día de Santiago y Santa Ana. Este es el grueso del contrato, que, sin embargo, se complica en el enunciado y las cláusulas.

La tierra (ver mapa), se encuentra dividida en dos hojas separadas por el pilar. La hoja de arriba, del pilar hasta la casa, está de barbecho en 1635 y no se puede sembrar, y la de abajo, que incluye toda la vega, tiene las excepciones de la parcela de Guerrero y la que está “linde de las tierras de la Misericordia y la isleta que está entre los charcos de los molinos porque están arrendadas, y lo que de presente está sembrado de cañamal al vado de Marisuárez, de una y otra parte de la azéquia que se reserva para dicho convento”. Pero, además, en estas tierras están 118 fanegas de barbecho de “dos hierros”, es decir, de dos años de descanso, y 99 de un hierro, que no entran en el trato, pero les venden a 8 reales cada fanega de un hierro y a 4 la de dos, que montan 1.340 reales que han de pagar en la misma fecha, en un solo pago, con la primera paga del trigo. La cláusula 11 recoge el diezmo, que es del monasterio y “lo han de pagar dexandole en las eras para que el dicho convento lo recoja”.

El resto de las cláusulas del contrato no son menos exigentes. La segunda de ellas establece que los labradores podrán rastrojar, 100 fanegas el primer año, pero habrán de sembrar 50 fanegas de cebada para ellos, y otras 50 para el monasterio, que les dará la simiente y el vallado, pero habrán de labrar ellos. Entre la cebada podrán sembrar este año los cañamales que quisieren, con que no se salgan de la tierra señalada, que ha de caer junto a la acequia de “Vaziatalegas”, de modo que la cebada del monasterio quede en medio de ambos aprovechamientos este primer año. El segundo año harán lo propio en la segunda hoja. La cláusula sexta, asimismo, establece que el convento puede sembrar en los turnos de barbecho de los labradores las semillas que hubiere menester, habas, yeros, alverjones y garbanzos, y dos fanegas de centeno para el bálago (paja de centeno que tiene diversos usos) junto al almendral.

La tercera cláusula incluye que los labradores han de dar 21 carretadas de paja al monasterio, puestas en la era donde se trilla, mientras que la novena los obliga a trillar con las yeguas del convento, pagando el jornal a como estuviere en el lugar de Lucena, con el objeto de que las propias de los labradores no coman la yerba de la dehesa, aunque si algún labrador tiene las suyas las puede usar. La clausula décima impide pastar cerca de las acequias, prados y tierras baldías de la dehesa “porque el arrendamiento es solo para sembrar” y debe guardarse como dehesa cerrada.

Por su parte el convento prestará 25 fanegas de trigo a cada labrador para sembrar (hacen 175) a devolver en la cosecha del primer año, y dará los bueyes para la siembra, al precio que corrieren dichos arrendamientos. Por si no fuera suficiente, para la roza, la siega, el convento tiene dada la suya a destajo a una cuadrilla con la que ha concertado pagar 350 reales en dinero, 1 arroba de aceite, 12 arrobas de vino y 300 libras de pan que se reducen a 3 fanegas de trigo, que todo viene a montar 406 reales, y han de pagar los labradores. La cláusula octava complementa esta última, prohibiendo traer espigadores propios excepto uno por labrador.

El cuidado de la finca se recoge en los apartados quinto y séptimo, obligando a los labradores a estercolar las tierras con los carreros del monasterio del estiércol del “tinadón”, o “mandándolle al carnerero mude la red cada dos días”, y recogiendo expresamente la limpieza de las acequias que en cada una de las dos hojas caen “de manera que el agua no se detenga”. Y si no lo hacen, el monasterio lo pueda ejecutar.

Finalmente, además de incluir los usos “que se acostumbran a guardar en los semejantes arrendamientos”, hipotecan la sementera hasta que el monasterio sea enteramente pagado, y se les arrienda sin esterilidad alguna, sin que puedan alegar “como por mucha agua como por falta della, o venida de ríos, o fuegos del cielo o de la tierra, o por otro qualquiera cosa, aunque sea de los que suçeden de mil en mil años…”.

Los protocolos notariales siguientes recogen los alquileres de bueyes de cuatro de los labradores, por barbecho y sementera, a 9 ducados y por sementera a 5, y la escritura de préstamo de las 25 fanegas para la siembra en el mismo protocolo. En diciembre de 1634, Diego Ojuelos traspasa 20 fanegas de las se barbecho de la parte baja de “Vaziatalegas” para cosechar en 1636 a sus cuñados, porque dice no las puede sembrar todas, a cambio veinte fanegas del alquiler.

Sin embargo, el año se torció. En agosto de 1635, tres de los labradores “ya son difuntos” y los otros cuatro manifiestan que, aunque sembraron la cosecha del Garbín bajo, no cogieron trigo para sembrar “por haber sido estéril”. El contrato, previo reconocimiento de deudas de al menos una de las viudas en julio, es revocado para 1636 por el procurador y el prior del monasterio. En agosto, finalmente, en dos protocolos hacen lo mismos con el resto de los labradores supervivientes y  las tres viudas.

La irregularidad de la cosecha del año ya la advertimos en nuestra tesis doctoral, y aunque no poseemos precios del trigo para este estos años, la libra de pan en la aldea se multiplicó por cuatro y se vendió a 12 maravedíes, y la fanega de trigo alcanzó en 1637 la cifra de 40 reales, el doble de 1635. En febrero de 1636 el tesorero del consejo se apremiará raudo al reconocimiento de la deuda del salario de Nicolás Ruiz, barbero del lugar, en dos pagos de 12 ducados cada uno en las dos semanas siguientes más los 8 reales de costas, lo que no augura nada bueno.

La tercera cuestión, la organización del monasterio es importante por la escasez de información que poseemos al respecto para el siglo XVII. Las tierras se organizan de manera similar a las descripciones que poseemos de la casa de finales del siglo XV y principios del XVI. La vega y sus aledaños, lo que el contrato denomina la dehesa de Parchilena, sigue manteniendo su dedicación principal cerealística alternando el trigo y la cebada en las tierras de peor calidad. Las semillas se siguen sembrando en los años alternos del barbecho, pero también el cáñamo en las zonas bajas de los arroyos, que no nos consta que sembrasen los frailes. En las zonas bajas y exteriores a esta dehesa, al este de la vega, más próximas al pueblo y al puerto, el monasterio poseía numerosas suertes que eran las que se arrendaban a los vecinos y que curiosamente se reservan para sí en esta ocasión, probablemente por las acequias de los molinos, ya arruinados por el aterramiento del Tinto. En la zona próxima al monasterio aparece el almendral donde también se alternan cultivos de semillas, especialmente habas para el ganado. El resto de las tierras no aparecen porque se reservan para los propios frailes e incluyen la dehesa de a medias, el olivar, que ya debía ser importante, y la viña para los que se destinan las tierras inmediatas a la casa y el valle del arroyo de la Laguna del Rayo. Como no puede ser de otra manera, son importantes las referencias al ganado, bueyes y yeguas, y al tinado (tinajón en nuestras fuentes, cobertizo para el ganado), y al estercolado de la finca que demuestran el cuidado que mantuvieron siempre los frailes.

Finalmente, las dificultades para evaluar el contrato resultan obvias, pero que duda cabe que establecen un elevado coste para los arrendadores que confirman para el siglo XVII las afirmaciones de los regidores en el siglo siguiente.

 

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