sábado, 14 de octubre de 2017

El cementerio viejo de la Plaza Nueva.

Históricamente las iglesias habían sido los lugares de enterramiento tradicionales de nuestra localidad. En época medieval, hasta el siglo XVI, tenemos constancia de un cementerio extramuros de la parroquia en el lugar que hoy ocupa la torre de la entonces denominada iglesia de Santa María, que recordemos se encontraba exenta de los edificios aledaños por la denominada calle “del patio”. Desde que existe documentación parroquial, los que tenían capital se enterraban en el interior, lo más próximo posible al altar mayor o a sus devociones particulares, y los pobres lo hacían de limosnas en la Misericordia. De ambas instituciones se conservan en la cuentas la excavación de tumbas y el “salado de sepulturas”, es decir, la preparación de las mismas con cal viva para acelerar la descomposición de los cadáveres, por lo que posiblemente, y alguna referencia hay al respecto, se utilizaran osarios para habilitar espacios de enterramiento, dado lo corto de los solares.
Pascual Madoz a mediados del siglo XIX informa en su diccionario de la existencia de un cementerio extramuros de la localidad. Y resulta extraña esta afirmación puesto que aunque el Diccionario se publicó entre 1846 y 1850, su información es anterior, y uno de los libros registros de correspondencia recoge en una comunicación de 1846 que es el único municipio de la provincia que carece de Cementerio y  continúa enterrando los cadáveres en la parroquia. 

Plaza Nueva (actual Plaza de Andalucía), solar del cementerio viejo.

El párroco Antonio Miguel Carmona nos informará posteriormente en una carta de la Orden de su Majestad para la construcción del cementerio y el presupuesto establecido por el municipio, de 10.175 reales, 26 maravedíes, aprovechando para recordar a los regidores la perentoria necesidad del mismo para la salud pública y que las “miasmas feturosas exhaladas por los cadáveres sepultados en su iglesia parroquial darán lugar a que en la estación presente se alejen los fieles y no concurran al sacrificio de la misa”. Una comunicación posterior al Arzobispado, inserta en el mismo registro, informa que el sitio designado para su construcción es los Villares, solar propiedad de la Misericordia, lugar a propósito y de menor perjuicio a la población.
Sabemos, además, y por la misma fuente, que en agosto de ese mismo año está ya prohibido dar sepultura en la Iglesia, aunque se permite en la ermita de la Misericordia, hasta construir el cementerio. Pese a ello, este mismo mes, el Sacristán es sorprendido abriendo sepulturas en la parroquia, hecho calificado por el Alcalde de escandaloso, dándosele traslado al Jefe Político de la provincia para su sanción.
De nuevo, una comunicación del Ministro de Gracia y Justicia conservada informa de la consignación de 5.870 reales y 30 maravedíes para la construcción y en 1850 el registro informa del comienzo al expediente del cementerio, comunicando que, mientras tanto se concluye, aunque se habilitó el local de la Misericordia, ahora convertido en escuela, “se ha procedido a formar un cuadro de paredes en el centro del terreno señalado para hacer el cementerio que sirva provisionalmente para hacer en el enterramientos...”. En 1851, y este debe ser el cementerio a que se refiere Madoz, no admite más sepulturas, está lleno. Finalmente el Boletín Oficial de la Provincia de Huelva de fecha 4 de febrero de 1853 comunica el remate en pública subasta de las obras que debieron ejecutarse de manera inmediata.
Aunque en ningún documento se aclara, este es ya el cementerio de la Plaza Nueva, el Cementerio Municipal, que a tenor de la información que poseemos, debió reducirse en origen a cercar parte de un solar, denominado de las Perreras, cuya titularidad y origen desconocemos. En la documentación posterior, ya del siglo XX, este solar incluía la Plaza Doñana y la Guardería, el solar del Parque Infantil el Principito, el del Centro Cultural, la Plaza Nueva y al menos las tres primeras casas colindantes a la plaza de la acera de la derecha.
No parece, aunque poseemos poca documentación al respecto, que el cementerio recibiera más inversiones municipales a lo largo del siglo XIX. Es más, en 1859, tan sólo seis años después de las obras, las actas capitulares nos informan del abandono grande del cementerio rural de esta villa,

“.... en el que se depositan los cadáveres sin orden, al capricho de los vecinos interesados en ello, de que resulta grandes perjuicios y ningún  respeto a sus restos mortales..”

Por ello, el municipio acuerda nombrar un guarda que se encargue de rozar la maleza de marzo a mayo, con la obligación de asistir a los entierros y señalar las sepulturas, que deberán pagarle, en el suelo, de cuatro o dos reales, según las abran el guarda o los dolientes, y en los hornitos, a cuatro reales, sean de adultos o niños, “no permitiendo, bajo su responsabilidad, que los hornitos se hagan en otra parte más que en la pared que da al camino de la Fuente Nueva, o sea la parte del sur, siguiendo el orden y husos que lleva su dirección a otros frentes por el levante....”. En el mismo sentido, los regidores ordenan abrir una sepultura para recoger los huesos que vayan saliendo del suelo, lo que indica de nuevo un desorden evidente. Esta sensación, se hace más perentoria pasados los años, puesto que el municipio reconoce tan sólo unos años después que no ha sido posible introducir la costumbre de hacerles pagar los “muy módicos precios” establecidos.
En 1863, a menos de una década de su inauguración, se reitera el nombramiento de guarda, ahora pagado por el municipio,  con similares obligaciones a las anteriores y otras  que, de nuevo, nos sorprenden: obligatoriedad de cerrar los nichos con ladrillos y yeso, respetar la profundidad de al menos cuatro pies en las sepulturas, impedir la realización de figuras o “rayas” en las paredes, además de cobrar  y seguir el orden de los enterramientos. La reiteración de las medidas indica que no eran seguidas por los vecinos.
La incapacidad del cementerio y el desorden parece que fue la tónica general del mismo hasta que se retomó el asunto en la Segunda República, con el fallido intento de d. José Pérez de Guzmán de donar sus terrenos de la Monteruela para este uso. En 1944 el crecimiento urbano del municipio ha absorbido el camposanto y a partir de 1948 no se realizan nuevos enterramientos y se trasladan cadáveres a la zona de nichos del lateral izquierdo. El 31 de enero de 1956 se otorga un plazo de 30 días para el traslado de los restos  que quedaban y un año después se informa de que se han ocupado todos los nichos existentes en el nuevo, ordenando en la misma acta que se proceda a la demolición urgente del viejo cementerio por su estado ruinoso. En octubre de 1957 se presenta la cuenta de los gastos “de la monda” de sus muros en los que se habían obtenido 90.000 ladrillos, de los cuales 55.000 quedaron para el Ayuntamiento, que los empleó en nuevos nichos, y 35.000 para el Obispado, según se deduce copropietario del camposanto. Entre 1960 y 1961 en su lugar se construyó la Plaza Pío XII, actual Plaza de Andalucía en una zona ocupada por amplias dotaciones públicas.


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