El
siglo XVI es considerado con el periodo musulmán en la Península uno de los de
mayores aportaciones de productos para la cocina. Patata, pimiento, tomate, maíz,
té, cacao.... son algunas de sus grades aportaciones que sin embargo no se
popularizan y pasan a la dieta popular hasta bien entrado el siglo XVIII. Las
fuentes locales nos ofrecen numerosos testimonios de la alimentación de la
época, si bien de manera indirecta, es decir, sabemos lo que se vende, lo que
se prohíbe sacar por escaso, lo que se grava con impuestos por la novedad, lo
que se incluye en los contratos de trabajo, o simplemente lo que debe ser
intervenido por nocivo o malo para la salud, entre otras cuestiones diversas.
La información es, pues, muy amplia, aunque tiene el inconveniente de su
dispersión y debe ser organizada y cotejada para no tomar las excepciones como cuestiones
cotidianas, o lo contrario, pasar por encima de lo cotidiano por habitual y no
reseñado.
La
base de la alimentación era el pan o la harina, con la que se elaboraban gachas
(más conocidas aquí como espoleadas). El pan
se elaboraba de distintas variedades de cereal en grandes hogazas puesto que ni
todos los vecinos poseían hornos, ni se horneaba todos los días. Eran
habituales el pan de trigo o pan blanco, utilizado por las clases más
acomodadas, el de cebada y el de centeno, cuyo cultivo hemos documentado, pero
lo habitual y lo más popular era el pan
terciado, dos partes de trigo y una de cebada. Como a veces se endurecía, se
tomaba mojado en vino, que habitualmente acompañaba a todas las comidas. El pan
terciado era el que repartía el municipio en los momentos de necesidad extrema,
otorgando el trigo del pósito o su compra a los panaderos al que “más
libras diere por fanega”, habitualmente entre setenta y ochenta libras de
pan cocido por cada una, lo que a 460 gramos por libra, otorga unos 32 quilos
de pan. La Hermandad de la Misericordia también reparte el mismo tipo de pan en
las crisis y en las Pascuas y fiestas señaladas, acompañadas de carne de cerdo.
Las gachas en invierno y el gazpacho en verano constituían el
plato de la mayoría de los luceneros. Las poleadas se tomaban con tropezones,
con leche, miel o fruta. Cuando se le añaden huesos o verduras se convierten en
Cocidos, pero en cualquier caso
hablamos ya de guisos que llevan un pequeño componente de carne (lo más
frecuente de macho, es decir, cabrito o carnero) y chacina, o verdura de
temporada, la que hubiese, en las llamadas “tempuras
de los viernes” de vigilia. También se le podían añadir legumbres, garbanzos, lentejas,
guisantes secos o habas que poseían la ventaja de su fácil conservación y
tradicionalmente su cultivo se ha alternado con las tierras de pan. La
importancia de las legumbres en la vega convirtió a estos productos secos en uno de los más exportados
en el siglo XVIII, momento del que tenemos numerosas fuentes cuantitativas,
pero que incluso pudo tener una mayor importancia en los siglos anteriores, ya que aparecen en
numerosos testimonios, especialmente las habas, que también eran usadas en la
alimentación animal.
El gazpacho, con la misma base de pan duro, además de servir para
combatir las altas temperaturas del verano, por ejemplo durante la siega, tiene
la ventaja de que puede combinarse con frutas o verduras de temporada (por
ejemplo rábanos, nabos), lo que permite una mayor variedad. Los ajos, el aceite y el vinagre, sus
ingredientes básicos, van incluidos en los contratos del jornal de la siega,
pero parece que se le añadían higos, uvas, almendras y lo que se encontraba
para darle un mayor aporte calórico.
El
vino complementaba todas las
comidas. Los contratos de siega, que gracias a la existencia del monasterio de
la Luz y otras grandes fincas poseemos, además de algunos de cepa de carbón,
mesegueros, y vaqueros, incluyen el vino como parte del jornal, pero en
realidad incluyen vino de dos calidades, un vino bueno y no tan bueno, así es
como lo denominan, es decir, uno más corriente para el consumo en el tajo y otro
de mayor calidad para llevárselo a casa o venderlo. A pesar de referirse en
otras fuentes al vino bajo como aguapié, no se emplea esta denominación en los
contratos de siega, reservándose este término para las ventas de vino al por
menor, de la misma manera que no se alude a mosto por lo avanzado de la
estación de siega respecto a la vendimia. Ambos aparecen documentados en las
ventas de los azumbres.
El
consumo de carne estaba casi vedado a las clases populares, aunque en el mundo
rural esto era sólo una verdad a medias. En muchos de los hogares luceneros se
criaban cerdos, aves, chivos y ovejas, que eran una constante fuente de
conflicto en las dehesas, reservadas al ganado de labor, y en el propio
municipio, dado que las ordenanzas prohibían dejar suelto al ganado de cerda
campando por los muladares donde se alimentaban. Es más, las actas capitulares
reiteran sistemáticamente las prohibiciones de suelta de este ganado, síntoma
inequívoco de su escasa eficacia, y la aprehensión de cerdos y otros ganados menores,
e incluso, la construcción de “chivetiles”
para su resguardo en dehesas y baldíos, que estaba terminantemente prohibido.
La
carne de cerdo estaba pues presente
en la dieta, salada, desecada o en forma de chacinas, tan necesarias para las
labores agrarias de campo. El cerdo fue el gran suministrador de proteínas a
las dietas familiares de los Luceneros. Como hasta hace muy poco, y aún algún
vecino hace en la actualidad, las familias criaban o compraban uno o dos cerdos
de matanza que les proveían, razón por la que no aparecen en los registros de
bienes porque eran poseedores del mínimo exento. También tenemos constancia de la adquisición
de grandes cantidades de tocino para el comercio, curiosamente proveniente de Niebla,
lo que lo relaciona con su feria de ganado, pero no tenemos constancia que este
tocino se utilizara como grasa, tal vez, porque la importancia del aceite era
mayor en nuestro término que en el entorno.
En
cierto sentido ligadas al cerdo en los corrales y en la alimentación se
encuentran las aves de corral, no muy numerosas en los testimonios, pero en
todos ellos denominados aves de “Chiausura”,
es decir, enjauladas, de lo que no podemos deducir si se trata de una expresión
o es una realidad. La provisión de huevos dependía de estas gallinas, puesto
que no tenemos constancia de su venta en ninguno de las etapas históricas
analizadas. En el mismo sentido, la existencia de zonas de lagunas bajas y encharcadizas
y el tradicional anidamiento de ánades y otras aves en la vega y la marisma del
Tinto, inducen a pensar en el aprovechamiento de huevos, pero esta es una
hipótesis de difícil verificación.
Las
carnes de macho, chivo o carnero,
también se consumían, pero su precio las hacía prohibitivas a las clases
populares aunque el municipio obligaba a la provisión de la carnicería. Más
baratos eras los “menudos”, las vísceras, en cuyo precio interviene en algunas
ocasiones el cabildo precisamente porque no se ofertan o son muy caros:
“... por quanto muchas personas se an
quexado e quexan de los revoltillos
y menudos que se venden son muy
caros de manera que salen más caros que la carne y las personas que lo(s)
compran son los pobres i por tanto, dixeron que mandaban e mandaron que de oi
por delante Bartolomé Sánchez, obligado de la cernecería deste lugar no venda
ni consienta vender en su casa el menudo de vaca ni de chivato a peso, i no lo
que por libras, en presio de a dies y seis maravedíes la libra y no más... e
quel pie e mano de chivato o carnero pelado no lo venda más de a dos maravedíes
y los por pelar, quatro pies por seis maravedíes.....”
(Capitulares,
legajo 1, 03-06-1612)
Más
adelante, al mismo carnicero, le prohibirán venderlos a ojo y no por peso. Los
contratos de siega incluyen todos ellos carnes de macho y queso, el producto de
las hembras de estas especies, un alimento que también podía escasear y en el
que interviene el Cabildo prohibiendo las ventas hacia el exterior. Y en este
sentido, creemos que la relativa intensidad del tráfico comercial pudo influir
en estas prohibiciones, por las posibilidades de venta, a pesar de que tenemos
constancia de alquileres de rebaños de ganado de cabra para producir queso que
podrían encubrir otras prácticas (como por ejemplo la introducción de ganado
foráneo en las dehesas reservadas a los luceneros). En cualquier caso, el propietario
de una cabra, oveja o baca es poseedor de una fuente de grasas y proteínas
frescas, la leche y el queso, por lo que no era normal que se sacrificaran más
allá de las catástrofes o por la edad. La carnicería estaba obligada a la
oferta de carne de vacuno y tenemos constancia que se mataba.
La
carne de caza mayor y menor, obviamente, también se encontraba presente. No
tenemos aquí constancia directa de la venta desde el Andévalo, como parece que
era habitual en poblaciones como Beas o Huelva, pero por el contrario poseemos
varios testimonios de ventas de perros, redes y hurones, que sólo pueden tener
este objetivo, y en 1541, obsérvese lo temprano de la fecha, se prohíbe vender
zorzales a más de 3 blancas en la jurisdicción del lugar. En 1611 se vende, con
otros enseres, un perro Charnego, un
can que es capaz o está acostumbrado a cazar de noche, lo que unido a la prohibición
de caza mayor desde el río Tinto hasta el mar, nos induce a pensar ciertas
prácticas de furtiveo, ya que la casa menor si estaba permitida y no era
necesario cazar de noche. Las prácticas de lazo,
hurón y redes debieron estar muy extendidas según los testimonios recogidos
de archivo en relación a una actividad que no debió dejar mucha constancia documental
por sus características. Históricamente, además, poseemos numerosísimos
testimonios directos de la relación entre los aprovechamientos de roza, carbón
y descepado con la caza menor, en los llamados rozones o rodaderas, que se
limpiaban desde el exterior al interior precisamente para atrapar la fauna que
quedase en ellos.
El
pescado, presente en la dieta por
prescripción religiosa, las vigilias, parece que tuvo una importancia relativa
en la alimentación mayor de la esperada. La actividad pesquera en el canal del
Tinto, aunque no era practicada por vecinos de Lucena, provoca el desembarco de
pescado de río y cazón entre los siglos XVI y XVII en los embarcaderos locales y el
traslado a las poblaciones de interior mediante recueros. Qué duda cabe que este
pescado llegó aquí también, pero además tenemos
constancia de que la sardina fresca
llegaba de manos de comerciantes en estos siglos, uno de los cuales vendió en 1539 treinta cargas y más de 15.000 maravedíes de
venta, con un fraude a la alcabala de 1500 maravedíes. A finales del siglo XVI,
uno de los mayores comerciantes locales Diego Martín Camacho, con factor en
Cádiz, consigna entre sus deudas 3000 sardinas “arenques” vendidas en
Bonares a un maravedí cada una Alonso Pérez Coronel que acabará cobrando su
hijo Hernando, otro destacado tratante y abastecedor de los Reales Arsenales.
En
los contratos de compraventa aparecen también el atún fresco y el bacalao,
este último con toda seguridad adquirido por arrieros para revender en el
interior, al igual que la sardina que continua.
En
el siglo XVIII aparece la sardina
embarricada, pero curiosamente desaparecen todas las referencias al pescado
de etapas anteriores y sólo se citan esporádicas menciones al consumo de
bacalao seco. Este hecho, no obstante no debe ser tomado como falta de consumo,
puesto que se sigue incluyendo en los contratos de siega el pescado o su valor
en dinero, cuando no era posible comprarlo, máxime cuando sabemos que algunos
de los comerciantes de Cádiz que adquirían aquí productos agrarios intermediaban
con sardinas como flete de ida o de retorno con la costa de Huelva. En este
sentido, es importante destacar que el consumo de pescado en la zona, hasta
donde es posible determinarlo por las fuentes, parece que fue relativamente
importante por razones de precio y de oportunidad, aunque parece más ligado por
ambas razones a las clases populares que a las acomodadas, que obtenían estas
proteínas de otros alimentos.
Finalmente
el consumo de productos de huerta y
fruta no era muy apreciado aunque constituyese la base principal de la
alimentación de los pobres. Las frutas, que eran escasas, se cultivaban entre
las viñas o en los huertos, e incluían almendras, peras, manzanos, higos y
naranjas de la china. De ellos, solo la almendra se cultivaba en algunas
parcelas en solitario y se destinaba a la exportación, consumiéndose el resto
en la localidad con las uvas. Tenemos constancia de la siembra en el siglo
XVIII se sandiares y melonares y su venta en las alcabalas, también como
productos de exportación y de alto valor, que debían tener escaso consumo
local. El consumo de aceitunas en fresco estaba también muy extendido, según
podemos deducir de la numerosa presencia de orzas llenas en los inventarios postmortem.
La presencia del olivar, sin incluir
las plantaciones del Monasterio de la Luz, fue muy importante, con mayor peso relativo
en los siglos iniciales respecto a otros cultivos, lo que garantizó el suministro
con escasas incidencias (1554) y la exportación. La mayoría de los vecinos
poseían olivos o pequeñas parcelas de olivar, al igual que de viña, procedentes
de los repartos u ocupaciones de baldíos, lo que garantizaba el consumo y
constituía una estrategia de rentabilidad frente a las grandes explotaciones,
puesto que no era necesaria la presencia permanente del cultivador.
Las
huertas, muy presentes en nuestra historia en los límites de baldíos y dehesas,
parece que se revitalizaron en el siglo XVIII con el privilegio de Alfonso XI.
Poco sabemos de ellas más allá del cultivo de “berzas” que le es propio, pero a diferencia del medio urbano,
perentrines, pegujaleros y braceros sí tuvieron acceso aquí a pequeñas hazas
próximas a arroyos que complementaron su alimentación. Estos cursos de agua
proporcionaban también algunas plantas silvestres muy tradicionales en la
alimentación, que obviamente no tenemos documentadas, pero sabemos de su uso, tagarninas, berros, espárragos, diversas
variedades de setas y hongos y algunos condimentos reseñados en el
inventario del especiero local, cilantro,
cominos, espique (¿espliego?), husema
(¿lavanda?) y agrejas. En el mismo
inventario tenemos constancia de la venta, y por tanto del uso de jengibre, clavo, azafrán, canela, mostaza y
pimienta.
El
consumo de miel, por la extensión de baldíos y por la zona en que nos
encontramos, debió estar muy extendido, a juzgar por la cantidad de colmenas
que se reseñan en los testamentos y los inventarios. Pese a ello, el comercio
local no reseña esta especie, e incluso, la cera se importa, por lo que es
posible que se consumiera toda o en su mayor parte en la localidad aunque la
cantidad parece que peca de exceso.
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