domingo, 10 de abril de 2016

El hereje, escandaloso e impío Joaquín Cordero, médico de Lucena.

El fiscal del Tribunal del Santo Oficio de Sevilla decide en 1815 formalizar acusación contra Joaquín Cordero, médico de Lucena del Puerto,  por hereje formal, impío y escandaloso, según la calificación de hechos efectuada fray Miguel González y fray Gregorio Mayo. Daba comienzo entonces un largo proceso de averiguación y acumulación de pruebas y testigos, que concluiría, dos años después, con el alegato del fiscal y petición de reclusión en ciudad y arrabales estimada por el tribunal.
El procedimiento inquisitorial se basaba en el interrogatorio secreto de testigos que iban aportando pruebas testificales, e implicando a otras personas. La acusación del fiscal acumula la declaración de dieciocho testigos, incluido el delator, y un registro, que no debió aportar pruebas. Los testimonios, aunque de distinta fecha, son consecutivos, puesto que unos testigos implican a otros, que son citados a declarar a continuación y ratifican, o no, las declaraciones anteriores. Nadie conoce, evidentemente, las afirmaciones del anterior declarante, ni los hechos que se le imputan, según refleja el propio sumario. Los declarantes son mayoritariamente de Almonte y Lucena, e incluyen a la mujer y la suegra del acusado.
Sello de la Inquisición
No obstante, Cordero, que figura en el expediente como natural de Lucena del Puerto,  no fue delatado por su familia, ni por sus paisanos. Fue acusado de proposiciones heréticas por el presbítero de Almonte,  Antonio Moreno, que le oyó decir que Dios no era justo sino castigaba a sus enemigos. Reconvenido por el mismo, no contradijo, dado lugar a la denuncia y a todo el proceso.
La proposición principal, de la que parte la acusación, es la negativa de Cordero a aceptar el sacramento de la confesión y la penitencia, jactándose de no dejar confesar a su mujer más que una vez al año (Declaración del Padre Sebastián Cantero). Desde este punto de partida, la dinámica del propio proceso nos ofrece todo un rosario de nuevas proposiciones, que no obstante podemos clasificar en tres grupos: las contrarias a la doctrina,  las anticlericales y las contrarias a la moralidad y las buenas costumbres.
Entre las primeras, en la línea de acusación principal, el Alcalde de Lucena, le oyó saliendo de misa, con otros testigos expresiones tales como: “…. para salvarse no es menester confesarse = con el corazón basta para salvarse = cada año daría yo cien pesos por no confesar = yo me confieso por cumplir”. Luis Reino, secretario accidental del Ayuntamiento de Lucena, confiesa  que dijo en su presencia “que era una pantomima confesarse, quél sabía lo que era malo y bueno, y que para enmendarse no necesitaba decir sus pecados a ningún putañero o Francisco Bravo, agustino de 50 años, por su parte que le atribuye “que María Santísima no quedó virgen después del parto” .  Juan Antonio Álvarez, maestro examinado,   reprodujo  el testimonio siguiente:

la confesión fue invención de un fraile por curiosidad de saber los secretos que pasaban entre hombres y mujeres en orden a la procreación. Que en la gran seca que había habido aquel mismo  año (1817) hizo el pueblo rogativas a su patrón San Vicente, y cordero se burló de esta acción tan religiosa negando el sacrificio de los santos y diciendo que llobería cuando sea natural, lo qual repetía siempre que se hacían rogativas”.

Ni que decir tiene que nuestro cirujano no cumplía con los preceptos principales de la Madre Iglesia, comía carne y pescado el Jueves y Viernes Santo, se salía de misa con escándalo y no llevó a sus hijos a confirmarse en la visita del Obispo. Uno de los testigos afirma incluso que permaneció en su casa el Jueves Santo tocando la guitarra, mientras el resto del pueblo estaba en los misterios de la parroquia.
No menos escandalosas eran sus, a tenor de las declaraciones, constantes derivas anticlericales. Para Cordero los frailes eran desalmados amancebados que buscaban quedarse a solas con las mujeres:

 “son unos bribones y trúhanes que se ocupan en indisponer a los matrimonios y fornicarles las mujeres, que lo que se debía hacer con ellos era quitarles los caudales y mandarlos a trabajar y que si el Rey le diera a él el mando, desde luego aorcaba (sic) a todos, siendo él el verdugo. Y que había oído a la mujer de cordero que tenía más gusto en sangrarla estando buena y sana que usar del matrimonio y que en una de las ocasiones en que la sangró se bebió la sangre. (José María Méndez)

En privado, ante Sebastián Cantero, de nuevo se atrevía a afirmar la utilidad de la confesión para “pelar la paba” y poco más; en público arremete contra el  al Diezmo que él paga “de mala gana”  con el mismo argumento…. “en la plaza en concurrencia de varias personas (dijo) que era un disparate o tontería pagar diezmo y primicias porque eran sólo para que los canónigos y curas mantuvieren malas mujeres” o “hablándose de volver los regulares a sus conventos dijo, aora vuelven los zánganos de los pueblos, por que son una clase de gentes que entran en las casas obedeciendo y salen mandando, y para ser sino bueno o malo, no necesita confesarse con ellos”.  

Las cuestiones de moral giran en torno al matrimonio, la cohabitación y la acusación de Hematofagia, beber sangre, que nos resulta cuanto menos curiosa y pintoresca, puesto que en cualquier otro contexto este individuo podría haber sufrido las iras del pueblo, cuanto menos. Para Cordero, la cohabitación de hombres y mujeres es natural, no es mala, mantiene, pero él lo mezcla con lo que los testigos denominan hablar mal de las mujeres. Afirmaba que si enviudara no volvería a casarse, “que no que se casaría como se casaban los Yndios” (Francisco Pío) y que no tenía que haber vuelto a este pueblo, cuando por 20 reales podía tener una mujer distinta diaria (Diego Cabrera), o que “el  fornicar es malo porque lo prohíbe nuestra lei,  pero que si el hablara…“ (Muñoz). Un poco de más hondura tienen las afirmaciones que realizó en casa de Josefa de Aranda, en presencia también de su hija…  “que el pecado de la fornicación era grabe, pero que había otros de más gravedad y reata, como el homicidio, hurto y otros”  que entraba de nuevo ya en el campo de la proposición. En cualquier caso, si enviudara, se pondría sus mejores galas y dejó claro que no se volvería a casar.
A la segunda cuestión, la de la sangre, debemos darle una importancia relativa puesto que los testigos solo hablan de oídas y su mujer no declaró. Francisco Bravo, el agustino familiar de la esposa del médico, es el único que afirma haber oído de labios de esta última  “haber practicado con ella, una vez antes de casarse y muchas después, la acción de sangrarla y beber su sangre antes de otorgarla algún favor, y que lo mismo había hecho con una joven llamada Josefa Robles”. En su declaración, el Presbítero Méndez afirma, por su parte, que lo había oído a su mujer; Miguel Pacheco y Sebastián Cantero, curas de Lucena, confiesan también haberlo escuchado, mientras que Francisco Bravo cuenta que preguntó sobre esta cuestión en la sacristía de Almonte, pero los presentes no lo consideraron herejía, “sino un visio o desmedida sensualidad”. No parecen, pues, testimonios muy sólidos, aunque el fiscal los utiliza para desacreditar al cirujano.
Tampoco era necesario mucho más. Aunque algunos testigos no recuerdan e incluso el fiscal reconoce que la consideración social de Cordero en los dos municipios era variada, la mayoría de los testimonios coinciden en calificarlo de impío, hereje o mal cristiano (Alcalde de Lucena), ligero de cabeza (Méndez), que escandalizaba con su lengua (a decir de la generalidad en Lucena), indecente (Josefa Aranda) o “tenido por un libertino y el otro por mal cristiano” (Núñez y Méndez). El Alcalde de Lucena en 1814 afirma, según José María Méndez,  que daba mala vida a su mujer, la pegaba y no la dejaba salir, amén de calificarlo de loco y aficionado al vino, si bien es el único que toca este aspecto
Esta conducta pública, ya había provocado que muchos trabajadores de Lucena “no querían ir a trabajar con él, porque no querían oír las cosas que hablaba contra la ley de Dios”. Trasladado a Almonte, con disgusto, según los deseos de venganza que manifiesta “por despedirlo del pueblo”, fue reconvenido por Francisco Bravo a los dos meses de su llegada, advirtiéndole que su conducta podría darse el caso de verse castigada por la Inquisición. No se amedrentó, contestando a Bravo que la mala fama “era hijo de la ignorancia de los que le odian y del odio y enemistad hacia su persona, que él era cristiano y creía todo lo que enseña la Iglesia = y que si le delataban sería por malicia y él se defendería”. Miguel Pacheco, cura de Lucena, también le reconvino en privado al menos en una ocasión.
Unos meses después fue reconvenido a que dejase en paz a su mujer y no diese pie a estas conversaciones, por segunda vez, sin mucho resultado, pues en al menos dos ocasiones reconoce el párroco de Almonte (José Alonso Sáenz) que mujer y suegra fueron a quejarse de su conducta, refiriéndole en una de ellas expresiones horrendas y blasfemas.
La formación académica del cirujano y el contacto con una cierta élite política constitucional de Lucena, con varios oficiales de cabildo y alcaldes constitucionales entre los testigos, nos hizo sospechar un posible fondo liberal-ilustrado en las afirmaciones de Cordero. Impiedad y un cierto deísmo se mezclan en sus afirmaciones casi a partes iguales, aderezadas por críticas al Diezmo, a la vuelta de los regulares a los conventos y a la doctrina, muy de la época. El tribunal de la Inquisición se encontraba en estos momentos, además, suspendido, según recoge el propio proceso, y esto debió dar alas a un sujeto que pese a todo se definía como buen cristiano…… y tal vez, lo fuera.
En efecto, uno de los testigos, alude a otras causas aunque el fiscal apenas les da crédito en el alegato. El Vicario de Niebla, que le trató varios años en Almonte, informa de  cierta inclinación que el difunto cura de Lucena tuvo a la mujer del Cordero por la que al tiempo le recombino dos veces en razón de su oficio de vicario”  de lo que le deriva su fijación por la confesión, por ser éste  “el único confesor”. En una nota al margen de la declaración de este testigo recoge que el padre Bravo al ser pariente de la mujer de Cordero y este darle mala vida, “no era extraño que hablase con demasiado acaloramiento acerca de la conducta de éste”.
Por su parte, otros testigos directamente aluden a las pocas luces de nuestro Cirujano o la sugieren. El cura Méndez, que parece conocerle bien, lo califica de persona de poco juicio, mientras el prudente Diego de Cabrera le califica de un poco atolondrado y demasiado fogoso”.
Desconocemos que pasó con nuestro cirujano. El Tribunal de Sevilla, estimó  la petición de confinamiento en poblado, pero ésta debía ser provisional, y no tenemos aún sentencia. Sabemos, eso sí, que aún antes de celebrarse la vista se rompió el secreto y hubo testigos “que se ha negado a ratificación por haberle recombenido (sic) Cordero de que él había sido el delator, y estar de sus resultas lleno de miedo”. También recoge el fiscal que el cura Pacheco, que dio alojamiento a uno de los comisionados en la investigación, se negó a prestar juramento secreto, según manifestó porque “estaba comprometido por su debilidad”.
La condena por estos delitos no era excesivamente grave y hemos de recordar que la Inquisición ya había sido abolida por Napoleón (1808) y por las Cortes (1813), y restaurada en julio de 1814 por Fernando VII. La fortaleza del tribunal se encontraba ya mermada, como todo lo que representaba el Antiguo Régimen en general, pero también no es menos cierto que si el reo era reconciliado no podía ejercer de recaudador de impuestos, médico, cirujano o farmacéutico. La condena se extendía a sus hijos y sus nietos.


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