El fiscal del Tribunal del Santo
Oficio de Sevilla decide en 1815 formalizar acusación contra Joaquín Cordero,
médico de Lucena del Puerto, por hereje
formal, impío y escandaloso, según la calificación de hechos efectuada fray
Miguel González y fray Gregorio Mayo. Daba comienzo entonces un largo proceso
de averiguación y acumulación de pruebas y testigos, que concluiría, dos años
después, con el alegato del fiscal y petición de reclusión en ciudad y
arrabales estimada por el tribunal.
El procedimiento inquisitorial se
basaba en el interrogatorio secreto de
testigos que iban aportando pruebas testificales, e implicando a otras personas.
La acusación del fiscal acumula la declaración de dieciocho testigos, incluido
el delator, y un registro, que no debió aportar pruebas. Los testimonios,
aunque de distinta fecha, son consecutivos, puesto que unos testigos implican a
otros, que son citados a declarar a continuación y ratifican, o no, las
declaraciones anteriores. Nadie conoce, evidentemente, las afirmaciones del
anterior declarante, ni los hechos que se le imputan, según refleja el propio
sumario. Los declarantes son mayoritariamente de Almonte y Lucena, e incluyen a
la mujer y la suegra del acusado.
Sello de la Inquisición |
No obstante, Cordero, que figura en
el expediente como natural de Lucena del Puerto, no fue delatado por su familia, ni por sus
paisanos. Fue acusado de proposiciones heréticas por el presbítero de Almonte, Antonio Moreno, que le oyó decir que Dios no
era justo sino castigaba a sus enemigos. Reconvenido por el mismo, no
contradijo, dado lugar a la denuncia y a todo el proceso.
La proposición principal, de la que
parte la acusación, es la negativa de Cordero a aceptar el sacramento de la confesión y la penitencia, jactándose de no dejar
confesar a su mujer más que una vez al año (Declaración del Padre Sebastián
Cantero). Desde este punto de partida, la dinámica del propio proceso nos
ofrece todo un rosario de nuevas proposiciones, que no obstante podemos
clasificar en tres grupos: las contrarias a la doctrina, las anticlericales y las contrarias a la
moralidad y las buenas costumbres.
Entre las primeras, en la línea de
acusación principal, el Alcalde de Lucena, le oyó saliendo de misa, con otros
testigos expresiones tales como: “…. para
salvarse no es menester confesarse = con el corazón basta para salvarse =
cada año daría yo cien pesos por no confesar = yo me confieso por cumplir”. Luis Reino, secretario accidental del Ayuntamiento de Lucena, confiesa que dijo en su presencia “que era una pantomima confesarse, quél
sabía lo que era malo y bueno, y que para enmendarse no necesitaba decir sus
pecados a ningún putañero” o Francisco Bravo, agustino de 50 años, por su parte que le atribuye “que María Santísima no quedó virgen después del parto” . Juan
Antonio Álvarez, maestro examinado, reprodujo el testimonio siguiente:
“la
confesión fue invención de un fraile por curiosidad de saber los secretos que
pasaban entre hombres y mujeres en orden a la procreación. Que en la gran seca
que había habido aquel mismo año (1817)
hizo el pueblo rogativas a su patrón San Vicente, y cordero se burló de esta
acción tan religiosa negando el
sacrificio de los santos y diciendo que llobería cuando sea natural, lo
qual repetía siempre que se hacían rogativas”.
Ni que decir tiene que nuestro
cirujano no cumplía con los preceptos principales de la Madre Iglesia, comía
carne y pescado el Jueves y Viernes Santo, se salía de misa con escándalo y no
llevó a sus hijos a confirmarse en la visita del Obispo. Uno de los testigos
afirma incluso que permaneció en su casa el Jueves Santo tocando la guitarra, mientras el resto del pueblo estaba en los misterios de la parroquia.
No menos escandalosas eran sus, a
tenor de las declaraciones, constantes derivas anticlericales. Para Cordero los
frailes eran desalmados amancebados que
buscaban quedarse a solas con las mujeres:
“son
unos bribones y trúhanes que se ocupan en indisponer
a los matrimonios y fornicarles las
mujeres, que lo que se debía hacer con ellos era quitarles los caudales y
mandarlos a trabajar y que si el Rey le diera a él el mando, desde luego
aorcaba (sic) a todos, siendo él el verdugo. Y que había oído a la mujer de cordero
que tenía más gusto en sangrarla estando buena y sana que usar del matrimonio y
que en una de las ocasiones en que la
sangró se bebió la sangre”.
(José María Méndez)
En privado, ante Sebastián Cantero, de
nuevo se atrevía a afirmar la utilidad de la confesión para “pelar la paba” y poco más; en público arremete
contra el al Diezmo que él paga “de mala gana” con el mismo argumento…. “en la plaza en concurrencia de varias personas (dijo) que era un disparate o tontería pagar diezmo y primicias
porque eran sólo para que los canónigos y curas mantuvieren malas mujeres”
o “hablándose de volver los regulares a
sus conventos dijo, aora vuelven los
zánganos de los pueblos, por que son una clase de gentes que entran en las
casas obedeciendo y salen mandando, y para ser sino bueno o malo, no necesita
confesarse con ellos”.
Las cuestiones de moral giran en torno
al matrimonio, la cohabitación y la acusación de Hematofagia, beber sangre, que nos resulta cuanto menos curiosa y
pintoresca, puesto que en cualquier otro contexto este individuo podría haber
sufrido las iras del pueblo, cuanto menos. Para Cordero, la cohabitación de hombres y mujeres es natural, no es mala, mantiene,
pero él lo mezcla con lo que los testigos denominan hablar mal de las mujeres.
Afirmaba que si enviudara no volvería a casarse, “que no que se casaría como se casaban los Yndios” (Francisco Pío)
y que no tenía que haber vuelto a este pueblo, cuando por 20 reales podía tener
una mujer distinta diaria (Diego Cabrera), o que “el fornicar es malo porque lo
prohíbe nuestra lei, pero que si el
hablara…“ (Muñoz). Un poco de más hondura tienen las afirmaciones que
realizó en casa de Josefa de Aranda, en presencia también de su hija… “que el
pecado de la fornicación era grabe, pero que había otros de más gravedad y
reata, como el homicidio, hurto y otros” que entraba de nuevo ya en el campo de la
proposición. En cualquier caso, si enviudara, se pondría sus mejores galas y dejó
claro que no se volvería a casar.
A la segunda cuestión, la de la sangre, debemos darle una
importancia relativa puesto que los testigos solo hablan de oídas y su mujer no
declaró. Francisco Bravo, el agustino familiar de la esposa del médico, es el
único que afirma haber oído de labios de esta última “haber
practicado con ella, una vez antes de casarse y muchas después, la acción de
sangrarla y beber su sangre antes de otorgarla algún favor, y que lo mismo había
hecho con una joven llamada Josefa Robles”. En su declaración, el Presbítero Méndez afirma, por su parte, que
lo había oído a su mujer; Miguel Pacheco y Sebastián Cantero, curas de Lucena,
confiesan también haberlo escuchado, mientras que Francisco Bravo cuenta que preguntó sobre esta
cuestión en la sacristía de Almonte, pero los presentes no lo consideraron herejía,
“sino un visio o desmedida sensualidad”.
No parecen, pues, testimonios muy sólidos, aunque el fiscal los utiliza para
desacreditar al cirujano.
Tampoco era necesario mucho más.
Aunque algunos testigos no recuerdan
e incluso el fiscal reconoce que la consideración social de Cordero en los dos
municipios era variada, la mayoría de los testimonios coinciden en calificarlo
de impío, hereje o mal cristiano (Alcalde de Lucena), ligero de cabeza (Méndez),
que escandalizaba con su lengua (a decir de la generalidad en Lucena),
indecente (Josefa Aranda) o “tenido por
un libertino y el otro por mal cristiano” (Núñez y Méndez). El Alcalde de Lucena
en 1814 afirma, según José María Méndez, que daba mala vida a su mujer, la pegaba y no
la dejaba salir, amén de calificarlo de loco y aficionado al vino, si bien es
el único que toca este aspecto
Esta conducta pública, ya había
provocado que muchos trabajadores de Lucena “no
querían ir a trabajar con él, porque no querían oír las cosas que hablaba contra
la ley de Dios”. Trasladado a Almonte, con disgusto, según los deseos de
venganza que manifiesta “por despedirlo
del pueblo”, fue reconvenido por Francisco Bravo a los dos meses de su
llegada, advirtiéndole que su conducta podría darse el caso de verse castigada por la Inquisición. No se amedrentó,
contestando a Bravo que la mala fama “era
hijo de la ignorancia de los que le odian y del odio y enemistad hacia su
persona, que él era cristiano y creía todo lo que enseña la Iglesia = y que si
le delataban sería por malicia y él se defendería”. Miguel Pacheco, cura de
Lucena, también le reconvino en privado al menos en una ocasión.
Unos meses después fue reconvenido a
que dejase en paz a su mujer y no diese pie a estas conversaciones, por segunda
vez, sin mucho resultado, pues en al menos dos ocasiones reconoce el párroco de
Almonte (José Alonso Sáenz) que mujer y suegra fueron a quejarse de su conducta,
refiriéndole en una de ellas expresiones horrendas y blasfemas.
La formación académica del cirujano
y el contacto con una cierta élite política constitucional de Lucena, con
varios oficiales de cabildo y alcaldes constitucionales entre los testigos, nos
hizo sospechar un posible fondo liberal-ilustrado en las afirmaciones de
Cordero. Impiedad y un cierto deísmo se mezclan en sus afirmaciones casi a partes
iguales, aderezadas por críticas al Diezmo, a la vuelta de los regulares a los
conventos y a la doctrina, muy de la época. El tribunal de la Inquisición se
encontraba en estos momentos, además, suspendido, según recoge el propio
proceso, y esto debió dar alas a un sujeto que pese a todo se definía como buen
cristiano…… y tal vez, lo fuera.
En efecto, uno de los testigos,
alude a otras causas aunque el fiscal apenas les da crédito en el alegato. El Vicario
de Niebla, que le trató varios años en Almonte, informa de “cierta inclinación que el difunto cura de
Lucena tuvo a la mujer del Cordero por la que al tiempo le recombino dos
veces en razón de su oficio de vicario” de lo que
le deriva su fijación por la confesión, por ser éste “el único confesor”. En una nota al margen de la
declaración de este testigo recoge que el padre Bravo al ser pariente de la
mujer de Cordero y este darle mala vida, “no
era extraño que hablase con demasiado acaloramiento acerca de la conducta de
éste”.
Por su parte, otros testigos
directamente aluden a las pocas luces de nuestro Cirujano o la sugieren. El
cura Méndez, que parece conocerle bien, lo califica de persona de poco juicio, mientras
el prudente Diego de Cabrera le califica de “un poco atolondrado y demasiado
fogoso”.
Desconocemos que pasó con nuestro cirujano.
El Tribunal de Sevilla, estimó la
petición de confinamiento en poblado,
pero ésta debía ser provisional, y no tenemos aún sentencia. Sabemos, eso sí,
que aún antes de celebrarse la vista se rompió el secreto y hubo testigos “que
se ha negado a ratificación por haberle recombenido (sic) Cordero
de que él había sido el delator, y estar de sus resultas lleno de miedo”. También
recoge el fiscal que el cura Pacheco, que dio alojamiento a uno de los
comisionados en la investigación, se negó a prestar juramento secreto, según
manifestó porque “estaba comprometido por
su debilidad”.
La condena por estos delitos no era
excesivamente grave y hemos de recordar que la Inquisición ya había sido abolida
por Napoleón (1808) y por las Cortes (1813), y restaurada en julio de 1814 por
Fernando VII. La fortaleza del tribunal se encontraba ya mermada, como todo lo
que representaba el Antiguo Régimen en general, pero también no es menos cierto
que si el reo era reconciliado no
podía ejercer de recaudador de impuestos, médico,
cirujano o farmacéutico. La condena se extendía a sus hijos y sus nietos.
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