domingo, 12 de junio de 2016

A rastrojo hecho.

El vecindario del Marqués de la Ensenada registra una población jornalera en Andalucía del 73,4 por ciento del total. Ese mismo recuento en Lucena del Puerto ofrece un porcentaje del 83,3 por ciento. Los recuentos de 1752, del Catastro de Ensenada, y el de 1776, del municipio, ofrecen porcientos del 65,92 y del 67,26 respectivamente. Pequeñas hazas de olivar y viña, huertos, y algún ganado, constituyen la mayor parte de las haciendas de los braceros, con preferencia siempre hacia la viña, que rentabilizaban encerrando el mosto, y el ganado menor de cerda, cabra y las colmenas, además de los jamelgos de carga. El resto de la población rural, la realmente residente en las aldeas, tampoco es que vivieran en la opulencia, pero la posesión de ganado mayor y pequeñas explotaciones por encima del umbral de la subsistencia, les ofrecía otras posibilidades. La mayor parte de ellos poseen Bueyes y vacas de arada, y se diferencian porque registran tierra calma y viña que les permitía algún capital.
Las condiciones de miseria y hambre en que vivían no constituyen un hecho excepcional, eran las habituales y se agravaban por los temporales, sequías y catástrofes recurrentes que, golpeando siempre a la población más débil, concluían en hambrunas y epidemias generalizadas. La capacidad de consumo y ahorro eran prácticamente nulas, con unos  salarios que obligaban a que toda la familia colaborase en el sustento, y se consumían en la alimentación. Se ha estimado que en la segunda mitad del siglo XVIII el coste de los 2,5 kilos de pan necesarios para el sustento de una familia requería 3,25 reales diarios, mientras el jornal oscilaba entre 3,35 y 4 reales día.
Imagen tradicional de la siega
Pese a todo, en el pequeño universo local existían pequeñas situaciones de alivio. Por un lado, las enormes superficies concejiles de los baldíos propios y vecinos, permitían los pegujales de  “rozas” que, una vez sembradas y realizados los resalvos o valdices (cercas de vegetación y espinos), podían ser compaginadas con el jornal. También en los baldíos era posible hacer hornos de carbón, transportarlo hasta el embarcadero y venderlo. O sacar cepa para el mismo fin, ya fuera para uno mismo o a jornal, actividades que requerían mucha mano de obra e inversión, y que se pagaban a 3 reales de jornal diario y comida. Por el otro lado, las grandes superficies de tierra en manos de obras pías y eclesiásticas y algunos grandes hacendados forasteros, origen del problema de los jornaleros, permitían el acceso a algunos braceros a las parcelas que por ser demasiado pequeñas o encontrarse muy alejadas, no interesaban a los grandes. Tenemos constancia también de trabajos de esquilmo de viñas y descepos de parcelas de monte y olivar para jornaleros a cambio del producto o partes del mismo. La arriería y el transporte, por la proximidad del río y puerto estaban más extendidas entre los jornaleros de lo que recogen las fuentes e informaciones directas, pero quedaban muy desdibujadas por un cierto carácter estacional y subsidiario de otras utilidades que son las declaradas.
La existencia de algunas grandes fincas en nuestra localidad (La Ruiza, Parchilena,  Millares y algunos arrendamientos de obras pías) nos ha permitido rastrear algunos contratos de destajos de siega, que nos aproximan a las condiciones de trabajo de los braceros locales. Obviamente, la mayoría no requerían de la escritura y se celebraban verbalmente, y estos constituyen una modalidad y una parte mínima del total, pero no por ello dejan de ser representativos puesto que recogen las condiciones legales de la época y la tradición, como manifiestan expresamente en algunas de sus partes. Constituyen, pues, pese a su sistemática reiteración en lo esencial, una fuente de primera magnitud dotada de cierta flexibilidad y capacidad de adaptación a lo largo del tiempo y las situaciones históricas.
Los destajos comienzan fijando el número de hombres intervinientes, el precio y la modalidad de contrato,  habitualmente “a rastroxo hecho”,  siempre a satisfacción de dos personas que entiendan. En 1649 el monasterio de la Luz contrató con siete vecinos de una cuadrilla de Moguer por 2050 reales en tres pagos. En 1633 lo hizo con cinco vecinos de Lucena por 2117 con las mismas condiciones; pero también se hacía a jornal diario, 8 reales de vellón en 1667, o 9 reales menos cuartillo y 9 reales y medio la fanega de trigo  en 1656 y 1657, respectivamente. La otra parte del jornal, la que se cobra en espacie sólo se nombra completa en algunos contratos porque se encontraba muy asentada por la costumbre, variando las cantidades según los participantes. Los pagos del monasterio incluían en 1629.

  • Tres libras de pan por día a cada hombre (1.380 gramos).
  • Medio queso y una arroba de vino día para todos los trabajadores.
  • Dos cuartillos y medio de aceite por semana (7,85 kilos).
  • 7 cabezas de ajos cada día, una por trabajador.
  • Carne dos días a la semana
  • Pescado lo ordinario.


El destajo de 1633, para más participantes, pide 18 quesos y 18 ovejas para todo el contrato, y arroba y media de vino diaria, una media de 5 litros participante; “y  la arroba a de ser buen vino y la media no tan bueno”. En el pescado, sin embargo, para los “viernes e vegilias” no se muestran tan exigentes, “lo ordinario de lo que ubiere”, o darles de comer o pagarles cuatro reales para comprar comida.
El propietario de la sementera ha de poner el resto, carretas, bueyes, yeguas para la trilla, utillaje, y el zagal,  el muchacho que guarda el ganado, “a nuestro contento y el conbento lo ha de pagar lo que ganare el dicho agosto”.
El horario es también específico. En uno de los contratos de trilla, aviento y almacenamiento de los granos, se deja claro el mejor momento de la era:

“e sacar con la ora de sol, las tres de la tarde hasta las nueve de la mañana, y abemos de recorrer los rastroxos de día.”

Para la siega, en 1667, por el contrario:

“desde la ora que se estila y acostumbra por la mañana, hasta las onse del día, y luego sestear y descansar quatro horas (hasta las tres) y después segar hasta la campana de la oración.

Los contratos con los vecinos de la localidad son similares, pero más parcos en información. En 1629 además del contrato del Monasterio poseemos tres contratos de vecinos, cada uno con sus peculiaridades. Sebastián Rodríguez Blanco contrata en la vega de Candón y la dehesa de la Ruiza la siega de 45 fanegas de trigo macho y 20 de cebada, puestas en gavillas:

“cada fanega de trigo que le segaremos nos a de dar y pagar un ducado y cada tres fanegas de sevada se an de entender dos de trigo, y al mismo respeto nos la a de pagar, de forma que nos a de dar sesenta ducados por quanto son todas sesenta fanegas de trigo contando tres fanegas de sebada por dos de trigo”

El propietario penaliza las faltas y puede sustituir los días perdidos por los peones, pero  Martín Álvarez y su Suegro, también para la Ruiza, contratan a cuatro trabajadores para que sieguen 80 fanegas sin levantar mano, permitiendo las faltas para “segar nuestros pegujales que para esto abemos de faltar los días que fuere menester” al mismo precio que el anterior. Diego Alonso Coronel, familiar del Santo Oficio, acuerda con otros cuatro vecinos para toda su sementera en el término de Niebla a rastrojo hecho, pagando a cuatro reales la fanega de cebada y a seis la de trigo, “e baja la mano de forma que de tres partes de paja llevaremos las dos a la gabilla y engabillaremos bien”.
La acumulación de trabajo en la siega y las características de la siega y la trilla pudieron influir en una cierta mejora de las condiciones de contratación y la paga, que insistimos, parecen muy asentadas por la costumbre. El resto de las faenas agrícolas debían tener sus propias reglas, pero no creemos que difirieran mucho: jornadas agotadoras de sol a sol, paga en metálico y en especie, y adaptación a la tarea. El vaquero del consejo, del que poseemos también varios contratos, cobraba en trigo y en salario, mientras que los peones de sacar la cepa para el carbón cobraban “tres reales cada uno de jornal i vino e viandas”. No era necesario más, se sabía y se entendía.
El universo jornalero local se extendió más allá de nuestras fronteras. Por el miedo al contagio, tenemos constancia de cuadrillas que acudían a la campiña de Jerez a la siega en los siglos XVI y XVII. En el siglo XVIII acudían a la campiña de Huelva, a Candón y a Beas, pero también a la vendimia en el Condado y Sanlúcar de Barrameda.
Durante todo este tiempo, ni mejoran, ni cambian las condiciones de vida. El bracero reproduce la misma vida rutinaria en el jornal, las rozas y los baldíos.


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