Las
lejanas rozas constituyen en el entorno de Doñana, y en Lucena del Puerto, una
de las manifestaciones más genuinas del derecho
de gentes que el público en general desconoce y también el autóctono. Los
archivos locales están plagados de documentación pero esta es muy parca en
informaciones y poco útil porque se encontraba ampliamente asentada por la
tradición de los pueblos y las actas se
limitan a reseñar lo que todos conocen y comparten. La tradición oral, pese a
las numerosísimas imprecisiones y su corto recorrido temporal, ha constituido
para nosotros un recurso inestimable que nos ha puesto sobre la pista de
numerosas informaciones. Una de ellas, es la tradición del meseguero.
Chozas de Doñana, vivienda estacional de guardas y rozadores |
Las
rozas se realizaban en montes comunales en lugares muy alejados de los ruedos
tradicionales, en lo que nuestras fuentes denominan “las arenas” o la “parte de
la mar”, desde el carril de los Lobos hasta el océano. Los baldíos de esta
parte, que eran de Niebla, y por ende de sus aldeas, y término jurisdiccional
de Lucena, eran compartidos sin embargo entre los vecinos de Rociana, Bonares y
Lucena del Puerto por derecho propio, y, ocasionalmente, moguereños y
almonteños que ocupaban parcelas o lotes sobrantes cuando los repartos en sus
tierras no alcanzaban. Tampoco quedaban muy claros los límites municipales, y
la mezcla de gentes diversas y alimañas, hacían aconsejable guardar unas mieses
que, una vez sembradas con la gotera del otoño (septiembre-octubre), quedaban
abandonadas hasta la escalda de marzo. El guardián era denominado según la
tradición oral, guarda de rozas, guarda venadero o meseguero, esta última denominación confundida con el guarda de las heredades, que obviamente
no es el mismo, puesto que este último es un oficial del cabildo remunerado por
el Consejo. El contrato que presentamos a continuación, único hasta la fecha,
constituye la mejor prueba y la más antigua de su presencia y explica,
sobradamente, el carácter del mismo.
El
13 de Noviembre de 1630 Bartolomé Hernández, portugués residente en Lucena,
contrata con Francisco Hernández, viudo, Alonso Gil el Mozo, Juan de Lepe, Juan
Rodríguez Garrocho, Esteban Martín Ambrosio, Juan Benítez Garrido, Alonso Díaz,
Juan Martín Guerrero, Martín Alonso Vivas, Diego Ojuelos, y Pedro Molín:
“...Guardar todas las rrosas e
sementeras que al presente tienen sembrados los bezinos de este lugar de Luçena
en el sitio del Carbonero, dehesa de
este lugar.... las quales dichas rrozas me obligo a guardar desde oi hasta primero de mayo del año
que biene de mil y seisisentos y treinta y uno, por razón de que los susodichos
me an de dar e pagar, por este dicho tiempo, dozientos y sesenta y sinco reales por mi trabajo. Y tengo que guardar las dichas rrozas en tal
manera que tengo de mirar por ellas, de forma que los ganados no hagan daños en
ellas, y si lo hizieren tengo de dar quenta a mis amos del ganado que hiziere
el dicho daño, y si no lo tengo de pagar yo, lo que declararen las vistas que
ai de daño. Y se me a de obligar Alonso
Díaz, vezino de este lugar....”
Durante
el tiempo de guarda, que son seis meses, le han de procurar adelantar dinero para
su sustento, cobrando el citado Alonso Díaz a cada uno de los propietarios la
parte del “menseguero”, como aparece
expresamente citado en dos ocasiones en el contrato. El salario en este periodo
para los que arrancaban cepa en los montes de sol a sol son tres reales diarios
y comida, pan, vino y “viandas”,
mientras los salarios de siega en los contratos que poseemos, también a tanto
alzado, incluyen además de lo dicho
aceite, carne de cabrito o cordero, ajos, queso y la ayuda de un mozo que se ocupe
de las bestias. El salario es relativamente moderado aunque la labor de guarda
tal vez pudiera ser compaginada con el trabajo agrario en el propio monte o en
esas huertas que comenzaban a surgir en esta zona cerca de los arroyos y que ya
adquirían esos precios desorbitados para
la época.
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